Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
La política se filtra entre líneas, y también de manera vehemente, en las comunicaciones de García Márquez a Guillermo Cano. Siempre comentando la actualidad colombiana, latinoamericana y mundial. Siempre en clave editorial o en tono irónico.
Después de que el novelista se hizo famoso con la publicación de Cien años de soledad, en 1967, empezaron a perseguirlo los lagartos oficiales. Para nadie es un secreto que el poder y quienes lo ejercen siempre llamaron la atención del escritor. Pero le gustaba acceder a esos escenarios de decisión con ojos, oídos y tacto de reportero y escritor, no como funcionario. Desde 1968 querían nombrarlo ministro o embajador, y en los 80 y 90 no faltó quien lo promoviera como potencial candidato presidencial. En febrero de 1970, ya hastiado del acoso, le pidió auxilio a su amigo Concho para que a través de El Espectador se supiera que no estaba interesado en cargo público alguno. (Primera entrega: Los informes privados de Gabo a Cano).
Ahora, gracias a doña Ana María Busquets, la viuda de don Guillermo, tenemos el original, “sin copia” como él lo marcó, del manifiesto que le mandó desde Barcelona, donde se había radicado para escapar de los avatares de la fama. Lo tecleó en la misma máquina de escribir en la que se peleaba a diario con los borradores de El otoño del patriarca —publicada en 1975— para demostrar y demostrarse que su prosa daba para más novelas de realismo mágico.
Paradójicamente, en la ficción y en la realidad su mente estaba concentrada en explicar la tiranía hasta la que arrastra el poder público a un ser humano. La política colombiana era el caso: “Mi querido Guillermo: Yo creía que no aceptar un empleo era un asunto de vida privada. Eso fue lo que les contesté a las agencias internacionales de noticias cuando me preguntaron si era cierto que declinaba al alto honor de ser cónsul de Colombia en Barcelona. Debieron reírse de mí: todas ellas conocían ya un comunicado de la cancillería colombiana mediante el cual se convertían en noticia pública el ofrecimiento y mi negativa”.
Estaba indignado con el gobierno de Carlos Lleras Restrepo (1966-1970): “Yo no hubiera dado la noticia sin antes consultarlo con quienes la promovieron. Tenía derecho a esperar que tampoco ellos lo hicieran sin consultarlo conmigo. El procedimiento contrario me parece incorrecto, y la forma y la urgencia con que se procedió autorizaban a pensar, aunque no fuera cierto, que al gobierno colombiano no le interesaban tanto mis servicios como la noticia”. (Lea: Las intrigas de Gabo en pro del cine colombiano).
Molestó a García Márquez que lo metieron en una larga lista de recomendados. Señalaba la “casualidad de que el mismo día se publicara el nombramiento de otros intelectuales y artistas para puestos diplomáticos”. Eso, escribió él, “autorizaba a pensar, aunque tampoco fuera cierto, que se trataba de implicarme en una operación de propaganda mucho menos inocente que la oferta de un consulado”. Por aparte, en nota privada opinó: “La mayoría de los compatriotas que se sacrifican prestando servicios honorarios en la diplomacia, lo hacen para no pagar impuestos de ausentismo. Esa fue la razón por la cual se nombró a Rafael Puyana en la Unesco”.
Públicamente no había profundizado al respecto porque se autoimpuso un mandamiento: “No hacer en el exterior ninguna declaración que pueda afectar a Colombia”. Se había limitado a decir a los periodistas internacionales: “no acepto el consulado porque interfiere mi trabajo de escritor”. Luego le confesó a Cano: “Ahora tengo bastantes motivos para lamentar mi discreción… Recibo cartas de amigos que se preguntan perplejos en qué se fundaba el gobierno colombiano para esperar que me pusiera a su servicio, y no ha faltado quien piense con cierta lógica que voy a aceptar el honorable empleo cuando acabe de escribir mi próxima novela”.
Entonces dejaba en claro: “Estas suspicacias me obligan a lavar la ropa sucia, ahora y para siempre, y de acuerdo con mi conciencia lo quiero hacer en casa, con esta carta a un viejo y querido amigo colombiano, para que se publique en Colombia, y solo en Colombia”. La enérgica declaración, corregida con su puño y letra, dice: “He dicho varias veces, y se ha publicado, que no acepto puestos públicos ni subvenciones de ninguna clase, que nunca he recibido un centavo que no me haya ganado trabajando con la máquina de escribir, que cualquier auxilio extraño al oficio compromete la independencia del escritor, y que esta es para él, según mi modo de pensar, algo tan esencial como saber escribir”.
Eso iba en coherencia con su negativa a asistir a eventos promocionales en Colombia y en el exterior —a pesar de que vivía en España, lo invitaban a todos los cocteles de Bogotá y le ofrecían exaltaciones de todo tipo—, sobre lo que anotaba: “Si no he asistido a la entrega de los premios que se me han otorgado en distintos países, ni participo nunca en ninguna clase de promociones públicas, no es solamente por pudor, sino porque creo que en el fondo son actos de publicidad para que los libros se vendan más, y yo pienso que lo único decente que puede hacer un escritor para que sus libros se vendan es escribirlos bien. Así pensaba cuando era un escritor tan poco conocido que nadie me ofrecía un consulado, y ahora que vivo del favor de mis lectores tengo menos motivos y ningún derecho para cambiar de opinión”.
Explicaba que “aunque no estuvieran de por medio estos inconvenientes éticos, hubiera declinado de todos modos el ofrecimiento”. Remató el documento con “tanta solemnidad como solo somos capaces de hacerlo los colombianos”, para dejar en claro, como nunca antes, su posición frente al establecimiento, que ya imponía su mano represora para acallar las manifestaciones juveniles contagiadas por la revolución europea de mayo del 68: “No puedo ponerme al servicio del gobierno de mi país, y no por su soberbia dogmática, ni por el machismo vengativo con que quiere tener manos arriba a los estudiantes, ni por sus explosiones de rabia que retumban en el exterior con un estruendo mayor que el de sus buenas obras, sino porque estoy en desacuerdo con el sistema entero a todo lo largo y a todo lo ancho y a todo lo profundo de su estructura anacrónica”.
La carta de tres páginas terminaba enfática: “No seré, pues, otro escritor de corbata: ya no la uso ni en la vida real. Puedo servir a mi país sin servir a su gobierno y sin servirme de él, y en la única forma desinteresada en que puedo (palabra que tacha para poner a mano ‘me es posible’) hacerlo: escribiendo”. Firmó como Gabriel, no como Gabo, y puso debajo su nombre completo. La cosa iba en serio.
Lamentó en privado que el rectificado haya sido Alfonso López Michelsen, entonces canciller y luego presidente, “a quien quiero mucho, pero no me quedaba más remedio”. Tenían afinidad política por el Movimiento Revolucionario Liberal (MRL). Admitía que escribió “con mucho cuidado”, porque si hubiera hecho la declaración “como la pienso se incendiaría el sobre”.
Esa misma postura lo llevaría a enfrentarse con los gobiernos sucesivos, porque así anduviera al otro lado del mundo siempre estaba enterado de lo que sucedía en Colombia. “Soy un patriota de mierda que ya no puede con la nostalgia”, admitía en los papeles. En notas a mano se definía con sarcasmo como leninista, se reía en los años 70 de que lo hubieran expulsado del Partido Comunista Colombiano, le anunciaba en secreto a Cano que iba a pasar por Bogotá o Barranquilla para que se vieran sin lagartos a bordo, en especial en épocas preelectorales. "Por allá vuelvo después de elecciones, cuando no tenga que andar escondiéndome de los candidatos".
Fueron los años en que respaldó movimientos políticos izquierdistas en Chile, Venezuela, Brasil. Cuando se hizo amigo de Fidel Castro. Esa polémica cercanía a la dictadura cubana le permitía mantener al día a Cano sobre lo que ocurría en la isla. En 1978 El Espectador publica otra exclusiva mundial cuando Gabo le manda los reportajes sobre “toda la intimidad de la participación cubana en Angola (entonces en guerra civil), obtenida por este, tu esclavo, en casi seis meses de investigaciones sobre el terreno”. Escritos con la misma pasión y rigor que los de su viaje por los países socialistas en los años 50, con la diferencia de que midió más cada palabra y revisó el doble cada dato, porque sus historias en África se publicaron al tiempo “en The Washington Post, Le Nouvel Observateur, L’Espresso, Cambio16 y no sé cuántos más”.
Quienes siempre tacharon a García Márquez de izquierdista irredimible se sorprenderán frente a estas cartas donde, desde los años 50, hacía comentarios escépticos sobre el presente y futuro de esos regímenes: “Sigo pensando que soy yo quien tiene la razón y que quienes se han tirado al socialismo son unos imbéciles”. Tampoco dejó de seguir la involución de la Unión Soviética a través de análisis, por ejemplo, del caso de Aleksandr Solzhenitsyn, el escritor ruso que más crítico el socialismo soviético y denunció los campos de concentración o gulags, en los que él mismo terminó preso. Cuando le comentaba del tema a Cano incluía posdatas como “creo que el mundo es una mierda”. En 1970 le dice a Cano sobre la URSS: “Eso no es el socialismo, y veo su infiltración actual en América Latina con tanta alarma como indignación me causa el torniquete de los Estados Unidos. No (Guillermo): no me consueles de un mal ejemplo poniendo otro peor”.
Su mayor enfrentamiento dialéctico fue entre 1978 y 1982 con Julio César Turbay Ayala y su Estatuto de Seguridad, que le valió el exilio definitivo hacia México en 1981, luego de que en las páginas editoriales de El Tiempo, un desconocido, bajo el seudónimo Ayatolá, acusó a García Márquez de tener nexos con el M-19 y de “apoyar” un desembarco guerrillero en el sur de Colombia. Fue cuando Gabo corría riesgo inminente de ser detenido y torturado, como le pasó a amigos tan cercanos como Feliza Bursztyn, inspiradora de uno de sus cuentos: “Es el mismo cargo que los militares pretendían hacerme, el mismo que me dio la mayoría de mis informantes y del cual yo no había hablado hasta entonces en mis numerosas declaraciones de estos días. Es una acusación formal… Ahora se sabe por qué me buscaban, por qué tuve que irme y por qué tendré que seguir viviendo fuera de Colombia, quién sabe hasta cuándo, contra mi voluntad”.
Volvería a tener contactos con los gobiernos de Belisario Betancur, Virgilio Barco, César Gaviria, Ernesto Samper y Andrés Pastrana, siempre con el afán de ayudar tras bastidores a que se firmara la paz. De eso fuimos testigos quienes trabajamos en la revista Cambio, donde incluso se fue libreta en mano a las selvas del Caguán a darnos una lección de cómo se informaba sobre un proceso de diálogo sin desequilibrios y con las mejores fuentes. (Así era trabajar con García Márquez en la revista Cambio).
Lo máximo que aceptó García Márquez fue hacer parte de la Comisión de Sabios que, ad honorem, pensó en el futuro de la educación en Colombia en los años 90. Así era, en verdad, el político más poderoso de habla hispana. Su secretaria le podía pasar al teléfono en una misma semana al expresidente Carlos Andrés Pérez o al presidente Hugo Chávez; al rey Juan Carlos I de España o al presidente Felipe González; a Bill Clinton, y, claro, a Fidel Castro.
* Espere mañana: La tribu que le cambió la vida a García Márquez en El Espectador.