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A las cero horas del 14 de septiembre de 1977, en medio de un ambiente político convulsionado, comenzó en Colombia el paro más grande de la historia reciente, que en su momento marcó el declive de la presidencia de Alfonso López Michelsen. Una jornada de protesta que inicialmente fue convocada por los movimientos sindicales, pero a la que, como ahora, se fueron sumando diversos sectores inconformes: los profesores, los estudiantes, los empleados. Convertido en un auténtico paro cívico, las implicaciones políticas de ese suceso para el gobierno López, el establecimiento y la sociedad colombiana continúan siendo el mayor referente de reclamo popular.
En las elecciones presidenciales de 1974, los tres principales candidatos fueron López Michelsen, Álvaro Gómez Hurtado y María Eugenia Rojas, tres delfines, hijos de expresidentes, quienes se disputaron la primera magistratura del Estado luego del Frente Nacional, cuando liberales y conservadores se alternaron en el poder por 16 años. Por más de 1’300.000 votos, López ganó la contienda política y llegó a la Presidencia bajo el lema de “mandato claro”, con fuerte apoyo popular y la promesa de acortar la brecha entre la población campesina y la urbana. Pero los hechos históricos en el ámbito internacional y nacional complicaron su mandato cuando apenas se iniciaba.
Dos días después de asumir el cargo, a raíz del escándalo del Watergate, renunció en Estados Unidos el presidente Richard Nixon. Ese hecho, caracterizado por la contundente participación del periodismo norteamericano para develar sus pormenores, motivó a los reporteros del país a asumir una visión semejante respecto al poder Ejecutivo. Fue el momento en que se constituyeron unidades investigativas en los periódicos y el foco de las denuncias fue el Gobierno. La situación económica no era la mejor y el primer mandatario se vio forzado a declarar la Emergencia Económica para corregir el déficit fiscal y tratar de contener el avance de la inflación.
Como si fuera poco, la relación entre el Gobierno y los militares también entró en crisis. Un año antes, en 1973, al final de la administración de Misael Pastrana, el Ejército propinó un contundente golpe al Eln en la denominada Operación Anorí. La guerrilla quedó menguada, sus principales líderes huyeron a Cuba, y cuando los militares esperaban las órdenes de López para finiquitar la ofensiva, este se la jugó por intentar una salida negociada al conflicto con esa organización. El asunto terminó con oficiales deliberantes y el presidente tuvo que remover al comandante del Ejército, general Álvaro Valencia Tovar, y a otros oficiales para conjurar la crisis.
A mediados de 1976, cuando ya no quedaba nada del breve intento político con el Eln y, en cambio, a las acciones de las Farc y el Epl se sumaba el M-19 con el secuestro y asesinato del líder sindical José Raquel Mercado, el gobierno López dio un giro político y, del lado de las Fuerzas Armadas, declaró el Estado de Sitio. En ese momento ya crecía el inconformismo popular y la centrales obreras —Confederación Sindical de Trabajadores de Colombia (CSTC), Confederación de Trabajadores de Colombia (CTC), Unión de Trabajadores de Colombia (UTC) y la Confederación General del Trabajo (CGT)— hacían altas exigencias al Ejecutivo.
En su criterio, el país había pasado del “mandato claro” pregonado por López al “mandato caro”, por los estragos de la inflación. Por eso, en un pliego inicial de peticiones, solicitaron, entre otras cosas, aumento de salarios, cesación del Estado de Sitio, congelación de precios de artículos de primera necesidad y establecimiento de la jornada laboral de ocho horas. El 19 de abril de 1977, cuando la agitación social seguía en aumento, Teófilo Forero y Mario Upegui, concejales de Bogotá, propusieron la realización de un paro cívico. Aunque la proposición fue negada por siete a cuatro, en agosto las centrales obreras decidieron apoyarlo.
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Cuando ya era inminente la realización del paro cívico nacional unificado, el Gobierno empezó a entender lo que se le venía cuesta arriba, sus altos funcionarios empezaron a señalar a la manifestación como una protesta con claros “intereses políticos”, y el 26 de agosto expidió el decreto 2004, que ordenó el “arresto inconmutable” de 30 a 180 días a quienes dirigieran, promovieran, fomentaran o estimularan en cualquier forma “el cese total o parcial, continuo o escalonado de las actividades normales de carácter laboral o cualquier otro orden”. El mismo acto administrativo autorizó a los empleadores a considerar justa causa para el despido cualquiera de las acciones contempladas en el decreto.
Días antes de la manifestación, López, en una alocución a todo el país, manifestó que se trataba de un paro ilegal. “No se trata de ninguna huelga ni de ningún paro de los contemplados en el Código Sustantivo del Trabajo, sino de una medida de carácter político, de un paro destinado a crearle una situación política (…), casi diría yo que una situación electoral a la coalición gobernante”, exclamó el primer mandatario. Pero el ataque constante del Gobierno, la descalificación a la marcha por parte de sus aliados políticos y los intentos de estigmatizar la movida popular terminaron por exacerbar los ánimos, que se vieron reunidos en las calles en una manifestación masiva.
Y ese 14 de septiembre terminó en un caos, en una auténtica batalla campal, con capítulos de violencia en varias ciudades. En Bogotá, la prensa registró que los marchantes bloquearon las principales avenidas de la ciudad, apedrearon los buses de transporte público que salieron a prestar servicio, hubo asaltos a sucursales bancarias, daños en carros, edificaciones y establecimientos comerciales. El saldo fue más de una decena de muertos en la capital y más de 25 policías heridos. Ante la alteración del orden público, el Gobierno entregó facultades especiales a los alcaldes y en Bogotá se estableció el toque de queda entre las 8:00 de la noche y las 5:00 de la mañana del día siguiente.
“El paro no fue contra el presidente o contra un partido, sino contra un sistema que viene siendo dirigido contra el pueblo”, comentó Tulio Cuevas, presidente de la UTC. A pesar del tono triunfalista del líder obrero, la reacción no se hizo esperar. El gobierno López quedó deteriorado ante la opinión pública y la campaña presidencial de 1978 quedó signada por la urgencia de la mano dura contra los violentos. Fue el tiquete que le dio la apretada victoria a Julio César Turbay por menos de 140.000 votos ante Belisario Betancur. Un mes después de posesionado, el 6 de septiembre de 1978, expidió el decreto 1923, conocido como el Estatuto de Seguridad.
Este Estatuto les dio vía libre a las Fuerzas Militares para enfrentar a los violentos, incluso otorgándoles facultades de policía judicial, lo que derivó en abusos, detenciones, allanamientos, arresto de ciudadanos por simple sospecha y, en general, una grave crisis de derechos humanos. Cuando empezaba su vigencia, el 12 de septiembre, fue asesinado en su casa Rafael Pardo Buelvas, exministro de gobierno de la era López. La organización Autodefensa Obrera lo justificó como una venganza por lo sucedido durante el paro cívico de 1977. Lo demás es la historia de una nación que en 1982 se la jugó por la paz, en la era Betancur, y terminó en las guerras del narcoparamilitarismo.