El debate del tapabocas: una lección sobre los valores de la ciencia
Tras revisar la nueva evidencia científica sobre los modos de transmisión del virus del COVID-19, la Organización Mundial de la Salud cambió su postura frente al uso de tapabocas. ¿Qué hay detrás de esa decisión?
Julián Alfredo Fernández Niño/@JFernandeznino*
El 26 de marzo, la Organización Mundial de la Salud, en el reporte situacional #66, revisó la evidencia científica disponible sobre los modos de transmisión del virus del COVID-19 (SARS-CoV-2), especialmente un estudio, entonces recién publicado, en la revista New England Journal of Medicine que midió la persistencia del virus en aerosoles. Los expertos de la Organización señalaron que estos aerosoles fueron producidos por un nebulizador de alto poder bajo condiciones de laboratorio, y que no reflejaban la tos o estornudos humanos normales, ni siquiera los procedimientos de generación de aerosoles en entornos clínicos. Insistieron entonces que esta investigación no reflejaba nuevas pruebas sobre la transmisión por el aire, si bien ratificaron que la producción de aerosoles era posible en procedimientos invasivos de atención en salud. (Lea: El debate del tapabocas para todos: una explicación sin pasiones)
La transmisión por el aire, para aclarar, se refiere a la persistencia de las partículas virales en el aire, la cuál es posible cuando se forman “núcleos de gotículas” de muy pequeño tamaño (<5μm) que pueden mantenerse en el aire, y llegar a mayores distancias haciendo posible el contagio de alguien al inhalar. Este tipo de transmisión ha sido demostrada en infecciones bien conocidas como el Sarampión. Para ese momento, la OMS consideraba que esta forma transmisión no había sido demostrada para el COVID-19, al menos no en contextos no clínicos (es decir comunitarios), explicando que la transmisión demostrada era dada por gotículas de gran tamaño(>5-10 μm) expulsadas por personas al toser o estornudar, y que por su peso caerían rápidamente a superficies, y así pueden pasar a las manos de otras personas, quienes las llevan a su boca, ojos o nariz (o más fácilmente, una persona la puede pasar a otras de mano a mano, por ejemplo al saludar). Lo anterior era coherente con los primeros estudios de modos de transmisión en China, y con lo conocido con otros virus respiratorios, incluyendo los otros coronavirus. En consecuencia, la OMS insistió en las medidas de contacto como el distanciamiento social (a 1 metro), higiene respiratoria, limpieza de superficies y el lavado de las manos.
Para muchos de nosotros llamó la atención que la OMS volvió a examinar la información muy pocos días después, el 29 de marzo con la publicación de un “resumen científico” donde de nuevo se volvió a discutir el famoso artículo de NEJM, y a señalar que no era concluyente dadas sus condiciones “experimentalmente inducidas”. Adicionalmente, los expertos de la OMS mencionaron un par de estudios que no habían encontrado evidencia del virus en muestras del aire. Sin embargo, advirtieron que sabían de la existencia de otros estudios que no estaban publicados en revistas arbitradas por pares, aunque señalaron que la persistencia en el aire del virus no necesariamente significaba que fuera viable para ser infeccioso, y se ratificaron en que aún no había evidencia de transmisión por el aire. Justo un día antes, en el perfil oficial de Twitter, la OMS había dicho que el COVID-19 no se transmitía por el aire y que esto era “un hecho”.
En consecuencia, el uso de tapabocas seguía siendo recomendado solamente para contextos clínicos donde se liberan aerosoles, así como para personas sintomáticas o sus cuidadores. Este concepto era coherente con la mayor parte de la comunidad científica occidental, organismos acreditados como el CDC de los Estados Unidos, la Sociedad Europea de Cuidado Médico Intensivo, y en Colombia: la Asociación Colombiana de Infectología, y la Asociación Colombiana de Neumología y Cirugía de Tórax, las cuales emitieron recomendaciones en el mismo sentido esa misma semana, agregando como argumentos la falsa seguridad, la racionalidad en el uso para profesionales de salud, y el riesgo asociado al mal uso.
Surgieron entonces algunas voces disidentes, algunas razonables, otras furiosas. Se hizo famoso un vídeo de un médico chino, héroe de la pandemia, sorprendido porque en Europa no todos llevaban tapabocas. Se hicieron virales gráficas mal interpretadas donde se concluía erradamente hallazgos del impacto del tapabocas que no resistían ningún análisis serio, y que más bien servirán de ejemplo de sesgos para nuestras clases de Epidemiología, pero lo cierto es que pronto un parte del público general se indignó. La entendible sensación de desprotección de parte de la población, la desinformación, la desconfianza institucional, la imposibilidad de analizar evidencia ampliamente especializada, y hay que decirlo, el miedo, motivaron una reacción enérgica en contra de la OMS, y de las asociaciones científicas. Lamentablemente, acá padecimos la falta de alfabetismo científico, y la falta de más, o mejores, divulgadores científicos.
Más allá de los cuestionamientos, válidos y no válidos, considero que las autoridades científicas, actuaron de acuerdo con la mejor evidencia disponible a ese momento, y como explicaré, no fueron las pseudoevidencias de redes sociales, ni la apelación a argumentos de autoridad, las que produjeron el cambio, sino la aparición de mejor evidencia, y la decantación de un complejo debate científico que tenía dimensiones biológicas, políticas y bioéticas. No se trataba sólo de establecer la eficacia, sino también de conocer su funcionamiento en condiciones naturales (adherencia y buen uso), y, por último, de considerar la viabilidad de la aplicación en cada contexto, así como la garantía de el buen uso por parte de las poblaciones más vulnerables.
En este mismo sentido, una editorial en International Journal of Epidemiology, hizo muy bien en señalar la ambigüedad de la evidencia, y la necesidad de diferenciar entre la evidencia de la eficacia a nivel individual, y aquella que sustentaría un uso generalizado como estrategia de control a nivel poblacional. Finalmente, un artículo de Lancet contrastó las recomendaciones de cada país, pero apeló a pensar en el uso racional, bajo un principio de precaución, en consideración de la disponibilidad en cada país. En el mismo sentido, varios divulgadores científicos hicieron un gran esfuerzo, resaltando entre ellos, el texto escrito por Ed Yong, que de nuevo no se limitó a la evidencia, sino planteó alternativas.
Pero lo cierto es que no fue la reputación de los investigadores lo que generaría el cambio, sino la aparición de nueva evidencia, y de paso, todo esto nos dio una lección sobre los valores de la ciencia en tiempos de pandemia. La propia OMS en su último comunicado había advertido que la organización “monitorea cuidadosamente la evidencia emergente sobre este tema crítico y actualizará este resumen científico a medida que haya más información disponible”. La manera en que se dio todo este debate es de hecho un reflejo de los valores científicos, y un ejemplo extraordinario de la evolución de la evidencia bajo condiciones de incertidumbre.
Probablemente, el punto de inflexión final se dio apenas el 2 de abril con una publicación de un artículo en Nature que reavivó e intensificó el debate sobre la transmisión. El texto, en primer lugar, ratifica el hecho que la evidencia sigue sin ser clara y divergente. Se refiere a un estudio, durante el brote de coronavirus en Wuhan, China, en el que el virólogo Ke Lan recolectó muestras de aerosoles dentro hospitales que trataban a personas con COVID-19, así como a sus alrededores, encontrando ARN viral del SARS-CoV-2 en varios lugares, incluidos los grandes almacenes. Sin embargo, el estudio no pudo determinar si esos virus tenían la capacidad de ser infecciosos, lo cual ha sido siempre el tema de discusión sobre ese modo de transmisión. Sin embargo, en un correo electrónico, que Lan le ha enviado a Nature, dijo que el trabajo demuestra que "al respirar o hablar, la transmisión del aerosol del SARS-CoV-2 puede afectar a personas cercanas y alejadas de la fuente". Como precaución, el público en general debe evitar las multitudes, escribe, y también debe usar máscaras, "para reducir el riesgo de exposición a virus en el aire".
Es entendible que este debate se haya complicado tanto, pero para mi ha sido un recordatorio de los grandes valores de la ciencia, como es el auto- revisionismo. Lo que hace que la ciencia sea tal es su capacidad de adaptarse a nueva evidencia, y argumentos. No se trata de un cuerpo de conocimiento fijo, sino de una búsqueda permanente por la verdad. El escepticismo organizado como "ethos" científico nos lleva a exigir siempre más y mejor evidencia, para asumir que algo es un hecho. Es una búsqueda siempre inacabada donde hay que aprender y desaprender, pero también evolucionar. La peor consecuencia del escepticismo frente a nuevos hallazgos, sobre todo aquellos que parecen a priori implausibles, es un retraso temporal en la aceptación de nuevos hechos, o mejores modelos explicativos. Las consecuencias, en cambio, de la falta del escepticismo son el error, el extravío en la búsqueda de la verdad, y hasta el pánico social. Quienes no dudan razonablemente son susceptibles a las teorías conspirativas, las noticias falsas y la pseudociencia. Ciertamente es difícil determinar qué cantidad y calidad de evidencia se necesita para que sea razonable aceptar un hecho en cada caso, y puede haber mayor premura cuando se trata de una situación como una emergencia sanitaria. El científico escéptico demanda hechos, pero no los reniega si se le suministran, incluso si contradicen lo que daba por sentado antes, o aquello que consideraba un paradigma. Ante todo, está comprometido con la búsqueda siempre imperfecta e inacabada de la verdad, no la confirmación de sus prejuicios. Lo que hemos visto hasta ahora es la ciencia real en acción, y es un ejemplo histórico fascinante.
En el debate público como científico, se debería aprender que no sólo es importante tener la razón, sino tener buenos argumentos. Reconocer y eliminar un mal argumento que parece coherente con lo que creemos, (como la gráfica que compartió el alcalde de Medellín), es necesario, ya que, si tenemos razón, entonces no vamos a desacreditar nuestra postura, pero si no la tenemos, nos permitirá cambiar de posición, si llega a ser necesario después. Adicionalmente, aprender a pensar lógicamente y basado en evidencia nos permitirá tomar mejores decisiones en el futuro bajo escenarios de incertidumbre. Para América Latina es una buena noticia, porque se llega a esta conclusión en un momento donde tenemos aún margen de maniobra para impactar el comportamiento de la propagación de la enfermedad. A la población, le debemos insistir que no se puede reemplazar las medidas de distanciamiento social, y lavado de manos, pero también se les debe dar las condiciones para el acceso y buen uso de los tapabocas, de lo contrario, se incrementará el riesgo asociado al mal uso, o se podría generar exclusiones. Esto implica medidas de base comunitaria que garanticen la disponibilidad, donde las alternativas artesanales son una opción. No hacerlo, sería contraproducente, y aquí el debate pasa de ser científico a ser político.
El 26 de marzo, la Organización Mundial de la Salud, en el reporte situacional #66, revisó la evidencia científica disponible sobre los modos de transmisión del virus del COVID-19 (SARS-CoV-2), especialmente un estudio, entonces recién publicado, en la revista New England Journal of Medicine que midió la persistencia del virus en aerosoles. Los expertos de la Organización señalaron que estos aerosoles fueron producidos por un nebulizador de alto poder bajo condiciones de laboratorio, y que no reflejaban la tos o estornudos humanos normales, ni siquiera los procedimientos de generación de aerosoles en entornos clínicos. Insistieron entonces que esta investigación no reflejaba nuevas pruebas sobre la transmisión por el aire, si bien ratificaron que la producción de aerosoles era posible en procedimientos invasivos de atención en salud. (Lea: El debate del tapabocas para todos: una explicación sin pasiones)
La transmisión por el aire, para aclarar, se refiere a la persistencia de las partículas virales en el aire, la cuál es posible cuando se forman “núcleos de gotículas” de muy pequeño tamaño (<5μm) que pueden mantenerse en el aire, y llegar a mayores distancias haciendo posible el contagio de alguien al inhalar. Este tipo de transmisión ha sido demostrada en infecciones bien conocidas como el Sarampión. Para ese momento, la OMS consideraba que esta forma transmisión no había sido demostrada para el COVID-19, al menos no en contextos no clínicos (es decir comunitarios), explicando que la transmisión demostrada era dada por gotículas de gran tamaño(>5-10 μm) expulsadas por personas al toser o estornudar, y que por su peso caerían rápidamente a superficies, y así pueden pasar a las manos de otras personas, quienes las llevan a su boca, ojos o nariz (o más fácilmente, una persona la puede pasar a otras de mano a mano, por ejemplo al saludar). Lo anterior era coherente con los primeros estudios de modos de transmisión en China, y con lo conocido con otros virus respiratorios, incluyendo los otros coronavirus. En consecuencia, la OMS insistió en las medidas de contacto como el distanciamiento social (a 1 metro), higiene respiratoria, limpieza de superficies y el lavado de las manos.
Para muchos de nosotros llamó la atención que la OMS volvió a examinar la información muy pocos días después, el 29 de marzo con la publicación de un “resumen científico” donde de nuevo se volvió a discutir el famoso artículo de NEJM, y a señalar que no era concluyente dadas sus condiciones “experimentalmente inducidas”. Adicionalmente, los expertos de la OMS mencionaron un par de estudios que no habían encontrado evidencia del virus en muestras del aire. Sin embargo, advirtieron que sabían de la existencia de otros estudios que no estaban publicados en revistas arbitradas por pares, aunque señalaron que la persistencia en el aire del virus no necesariamente significaba que fuera viable para ser infeccioso, y se ratificaron en que aún no había evidencia de transmisión por el aire. Justo un día antes, en el perfil oficial de Twitter, la OMS había dicho que el COVID-19 no se transmitía por el aire y que esto era “un hecho”.
En consecuencia, el uso de tapabocas seguía siendo recomendado solamente para contextos clínicos donde se liberan aerosoles, así como para personas sintomáticas o sus cuidadores. Este concepto era coherente con la mayor parte de la comunidad científica occidental, organismos acreditados como el CDC de los Estados Unidos, la Sociedad Europea de Cuidado Médico Intensivo, y en Colombia: la Asociación Colombiana de Infectología, y la Asociación Colombiana de Neumología y Cirugía de Tórax, las cuales emitieron recomendaciones en el mismo sentido esa misma semana, agregando como argumentos la falsa seguridad, la racionalidad en el uso para profesionales de salud, y el riesgo asociado al mal uso.
Surgieron entonces algunas voces disidentes, algunas razonables, otras furiosas. Se hizo famoso un vídeo de un médico chino, héroe de la pandemia, sorprendido porque en Europa no todos llevaban tapabocas. Se hicieron virales gráficas mal interpretadas donde se concluía erradamente hallazgos del impacto del tapabocas que no resistían ningún análisis serio, y que más bien servirán de ejemplo de sesgos para nuestras clases de Epidemiología, pero lo cierto es que pronto un parte del público general se indignó. La entendible sensación de desprotección de parte de la población, la desinformación, la desconfianza institucional, la imposibilidad de analizar evidencia ampliamente especializada, y hay que decirlo, el miedo, motivaron una reacción enérgica en contra de la OMS, y de las asociaciones científicas. Lamentablemente, acá padecimos la falta de alfabetismo científico, y la falta de más, o mejores, divulgadores científicos.
Más allá de los cuestionamientos, válidos y no válidos, considero que las autoridades científicas, actuaron de acuerdo con la mejor evidencia disponible a ese momento, y como explicaré, no fueron las pseudoevidencias de redes sociales, ni la apelación a argumentos de autoridad, las que produjeron el cambio, sino la aparición de mejor evidencia, y la decantación de un complejo debate científico que tenía dimensiones biológicas, políticas y bioéticas. No se trataba sólo de establecer la eficacia, sino también de conocer su funcionamiento en condiciones naturales (adherencia y buen uso), y, por último, de considerar la viabilidad de la aplicación en cada contexto, así como la garantía de el buen uso por parte de las poblaciones más vulnerables.
En este mismo sentido, una editorial en International Journal of Epidemiology, hizo muy bien en señalar la ambigüedad de la evidencia, y la necesidad de diferenciar entre la evidencia de la eficacia a nivel individual, y aquella que sustentaría un uso generalizado como estrategia de control a nivel poblacional. Finalmente, un artículo de Lancet contrastó las recomendaciones de cada país, pero apeló a pensar en el uso racional, bajo un principio de precaución, en consideración de la disponibilidad en cada país. En el mismo sentido, varios divulgadores científicos hicieron un gran esfuerzo, resaltando entre ellos, el texto escrito por Ed Yong, que de nuevo no se limitó a la evidencia, sino planteó alternativas.
Pero lo cierto es que no fue la reputación de los investigadores lo que generaría el cambio, sino la aparición de nueva evidencia, y de paso, todo esto nos dio una lección sobre los valores de la ciencia en tiempos de pandemia. La propia OMS en su último comunicado había advertido que la organización “monitorea cuidadosamente la evidencia emergente sobre este tema crítico y actualizará este resumen científico a medida que haya más información disponible”. La manera en que se dio todo este debate es de hecho un reflejo de los valores científicos, y un ejemplo extraordinario de la evolución de la evidencia bajo condiciones de incertidumbre.
Probablemente, el punto de inflexión final se dio apenas el 2 de abril con una publicación de un artículo en Nature que reavivó e intensificó el debate sobre la transmisión. El texto, en primer lugar, ratifica el hecho que la evidencia sigue sin ser clara y divergente. Se refiere a un estudio, durante el brote de coronavirus en Wuhan, China, en el que el virólogo Ke Lan recolectó muestras de aerosoles dentro hospitales que trataban a personas con COVID-19, así como a sus alrededores, encontrando ARN viral del SARS-CoV-2 en varios lugares, incluidos los grandes almacenes. Sin embargo, el estudio no pudo determinar si esos virus tenían la capacidad de ser infecciosos, lo cual ha sido siempre el tema de discusión sobre ese modo de transmisión. Sin embargo, en un correo electrónico, que Lan le ha enviado a Nature, dijo que el trabajo demuestra que "al respirar o hablar, la transmisión del aerosol del SARS-CoV-2 puede afectar a personas cercanas y alejadas de la fuente". Como precaución, el público en general debe evitar las multitudes, escribe, y también debe usar máscaras, "para reducir el riesgo de exposición a virus en el aire".
Es entendible que este debate se haya complicado tanto, pero para mi ha sido un recordatorio de los grandes valores de la ciencia, como es el auto- revisionismo. Lo que hace que la ciencia sea tal es su capacidad de adaptarse a nueva evidencia, y argumentos. No se trata de un cuerpo de conocimiento fijo, sino de una búsqueda permanente por la verdad. El escepticismo organizado como "ethos" científico nos lleva a exigir siempre más y mejor evidencia, para asumir que algo es un hecho. Es una búsqueda siempre inacabada donde hay que aprender y desaprender, pero también evolucionar. La peor consecuencia del escepticismo frente a nuevos hallazgos, sobre todo aquellos que parecen a priori implausibles, es un retraso temporal en la aceptación de nuevos hechos, o mejores modelos explicativos. Las consecuencias, en cambio, de la falta del escepticismo son el error, el extravío en la búsqueda de la verdad, y hasta el pánico social. Quienes no dudan razonablemente son susceptibles a las teorías conspirativas, las noticias falsas y la pseudociencia. Ciertamente es difícil determinar qué cantidad y calidad de evidencia se necesita para que sea razonable aceptar un hecho en cada caso, y puede haber mayor premura cuando se trata de una situación como una emergencia sanitaria. El científico escéptico demanda hechos, pero no los reniega si se le suministran, incluso si contradicen lo que daba por sentado antes, o aquello que consideraba un paradigma. Ante todo, está comprometido con la búsqueda siempre imperfecta e inacabada de la verdad, no la confirmación de sus prejuicios. Lo que hemos visto hasta ahora es la ciencia real en acción, y es un ejemplo histórico fascinante.
En el debate público como científico, se debería aprender que no sólo es importante tener la razón, sino tener buenos argumentos. Reconocer y eliminar un mal argumento que parece coherente con lo que creemos, (como la gráfica que compartió el alcalde de Medellín), es necesario, ya que, si tenemos razón, entonces no vamos a desacreditar nuestra postura, pero si no la tenemos, nos permitirá cambiar de posición, si llega a ser necesario después. Adicionalmente, aprender a pensar lógicamente y basado en evidencia nos permitirá tomar mejores decisiones en el futuro bajo escenarios de incertidumbre. Para América Latina es una buena noticia, porque se llega a esta conclusión en un momento donde tenemos aún margen de maniobra para impactar el comportamiento de la propagación de la enfermedad. A la población, le debemos insistir que no se puede reemplazar las medidas de distanciamiento social, y lavado de manos, pero también se les debe dar las condiciones para el acceso y buen uso de los tapabocas, de lo contrario, se incrementará el riesgo asociado al mal uso, o se podría generar exclusiones. Esto implica medidas de base comunitaria que garanticen la disponibilidad, donde las alternativas artesanales son una opción. No hacerlo, sería contraproducente, y aquí el debate pasa de ser científico a ser político.