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La tecnología está transformando el concepto de privacidad, tal como lo conocemos hoy en día. En Tampa, Estados Unidos, un ciudadano, Hasan Elahi, tras haber sido perseguido y confundido en una lista del FBI que lo asociaba con explosivos, decidió renunciar a la zozobra de sentirse vigilado y creó www.trackingtransience.net, un proyecto donde registra en un mapa todo lo que hace durante el día.
Podría pensarse que se trata de un caso aislado de renuncia voluntaria a la privacidad. Pero una mirada atenta quizá nos muestre cómo la cotidianidad de nuestra vida digital transcurre de un modo similar. Día a día, develamos nuestros gustos e ideas en las redes sociales, sin tener una idea clara de quién, qué y cuánto se sabe de nosotros – ¿a dónde van a parar esos datos?-. Y en el caso de la generación Z – aquellos nacidos después de 1990-, la situación es incluso más dinámica con el uso de redes como Instagram, Kik y Snapchat.
Asimismo, de un modo voluntario, aunque menos consciente, podría decirse que ocurre lo mismo con nuestros historiales de búsqueda en internet. Somos totalmente francos en nuestras búsquedas y, abierto a discusión, habría que preguntarse si con ellas estamos develando lo que somos y poniendo en jaque nuestra propia privacidad. Como lo dijo Beth Noveck, cuando fuera directora de la iniciativa de gobierno abierto en la administración Obama: “No somos víctimas pasivas de que se esté recolectando información acerca de nosotros; de hecho, somos agentes activos de esta conversación”.
En la agenda informativa nacional ya se ha vuelto moneda corriente plantear algunas de las bondades del Big Data que, desde una perspectiva productiva, permiten determinar nuestros patrones de comportamiento, comprender nuestras emociones y ayudar a la toma de decisiones acertadas, en beneficio de los negocios del sector privado y del diseño de la política pública más asertiva en el Estado.
Igualmente importante, no obstante, es abrir la reflexión sobre los cambios y las precauciones que se deben tener cuando la analítica de datos a gran escala toca nuestra privacidad. En países como Australia ya se ha vuelto normal que las empresas de acueducto, gracias al Internet de las Cosas, sepan a qué horas sus usuarios toman la ducha. Y en Estados Unidos, la cadena de consumo masivo Target, mediante analítica de datos, ya en el pasado logró identificar el estado de embarazo de una cliente joven mujer y enviarle publicidad de productos de maternidad, incluso antes que sus padres se entereraran.
Seamos claros: el mundo digital nos habilita para tener una comunicación ilimitada, una mayor transparencia en la gestión del Estado, un país más democrático en la que el ciudadano puede interactuar con mayor facilidad con el Estado. Todos factores que redundan en una mayor productividad y crecimiento económico. Pero la prudencia llama a que no perdamos de vista la contraparte. En un sugerente ensayo titulado Psicopolítica, el surcoreano Byung-Chul Han, comentando sobre los cambios que implica el Big Data para la privacidad, dice: “El like es el nuevo amén digital”. ¿Dónde trazar la delgada línea que separa nuestra vida digital de nuestro derecho a la privacidad?”.