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                                                                                                                                  El coronavirus, los muertos y los vivos: Pensamientos desde casa, día 17

                                                                                                                                  Hoy más que nunca, en plena cuarentena y en viernes santo, es buen momento para pensar en el significado de la muerte que se extiende y la vida que resiste.

                                                                                                                                  Nelson Fredy Padilla *

                                                                                                                                  La cifra de muertos a causa del nuevo coronavirus superó los cien mil. En España hospitales, morgues y cementerios no dan abasto. / EFE
                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Read more!
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                                                                                                                                  Y claro, ambiente muy parecido la de La peste, del francoargelino Albert Camus (1913-1960): “Llegó a suceder que los féretros fueron escasos, faltó tela para las mortajas y lugar en el cementerio. Hubo que reflexionar. Lo más simple, siempre por razones de eficacia, fue agrupar las ceremonias y, cuando era necesario, multiplicar los viajes entre el hospital y el cementerio… se vaciaban las cajas. Los cuerpos, color de herrumbre, eran cargados en angarillas y esperaban bajo un cobertizo, preparado con este fin. Los féretros se regaban con una solución antiséptica, se volvían a llevar al hospital y la operación recomenzaba tantas veces como era necesario… el carácter desagradable que revestían las formalidades obligó a la prefectura a alejar a las familias de las ceremonias. Se toleraba únicamente que fueran a la puerta del cementerio… Al fondo, en un espacio vacío, cubierto de lentiscos, habían cavado dos inmensas fosas. Había una para los hombres y otra para las mujeres”.

                                                                                                                                  En todo el mundo se repiten imágenes de cadáveres embolsados y apilados en hospitales, morgues y camiones con destino a fosas comunes. Una tragedia totalmente opuesta a nuestras costumbres de prever la muerte y honrar a los fallecidos, tradiciones que en 1962 Gabriel García Márquez exaltó en Los funerales de la Mamá Grande: “Su tía beata Francisca Mejía, que manejaba las llaves de la iglesia y del cementerio e hizo los trámites de su propio entierro y con sus sábanas inmaculadas cosió su propia mortaja… Mi padre preparó el cadáver con azabaras preservativas y lo cubrió con cal dentro del ataúd para un pudrimiento apacible… Mientras las campanas de todas las iglesias tocaban a muerto y había conmoción nacional e internacional, la dejó en una tumba sellada con una plataforma de plomo bajo la cual se pudrió sin darse cuenta de ‘la magnitud de su grandeza’”.

                                                                                                                                  Read more!
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                                                                                                                                  Ahora que una pandemia nos obliga a ver nuestra vida desde esa dimensión, comparto esta reflexión contenida en La peste, en medio de aquel olor y silencio del que huían los perros: “Hoy mismo, a través de este tropel de muerte, de angustia y de clamores, nos guía hacia el silencio esencial y hacia el principio de toda vida”. Camus no perdía de vista el significado de la palabra humanidad: “En el momento más grave de la epidemia no se vio más que un caso en que los sentimientos humanos fueron más fuertes que el miedo a la muerte entre torturas. Y no fue, como se podría esperar, dos amantes que la pasión arrojase uno hacia el otro por encima del sufrimiento”. Por más grande que sea la desdicha, no muere el anhelo de los sobrevivientes: “No había sitio en el corazón de nadie más que para una vieja y tibia esperanza, esa esperanza que impide a los hombres abandonarse a la muerte y que no es más que obstinación de vivir”.

                                                                                                                                  Por eso recuerdo hoy al escritor y filósofo español Rafael Argullol, que nos dictó un taller de literatura en la Fundación Gabo en Cartagena en 2008 y me contó que de niño le obsesionaba la muerte. Un día le preguntó a su tía abuela para que sirven los muertos y ella le respondió: “Los muertos sirven para que los vivos vivan”.

                                                                                                                                  @NelsonFredyPadi / npadilla @elespectador.com

                                                                                                                                  * Estamos cubriendo de manera responsable esta pandemia, parte de eso es dejar sin restricción todos los contenidos sobre el tema que puedes consultar en el especial sobre Coronavirus

                                                                                                                                  No ad for you

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                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Read more!
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                                                                                                                                  Y claro, ambiente muy parecido la de La peste, del francoargelino Albert Camus (1913-1960): “Llegó a suceder que los féretros fueron escasos, faltó tela para las mortajas y lugar en el cementerio. Hubo que reflexionar. Lo más simple, siempre por razones de eficacia, fue agrupar las ceremonias y, cuando era necesario, multiplicar los viajes entre el hospital y el cementerio… se vaciaban las cajas. Los cuerpos, color de herrumbre, eran cargados en angarillas y esperaban bajo un cobertizo, preparado con este fin. Los féretros se regaban con una solución antiséptica, se volvían a llevar al hospital y la operación recomenzaba tantas veces como era necesario… el carácter desagradable que revestían las formalidades obligó a la prefectura a alejar a las familias de las ceremonias. Se toleraba únicamente que fueran a la puerta del cementerio… Al fondo, en un espacio vacío, cubierto de lentiscos, habían cavado dos inmensas fosas. Había una para los hombres y otra para las mujeres”.

                                                                                                                                  En todo el mundo se repiten imágenes de cadáveres embolsados y apilados en hospitales, morgues y camiones con destino a fosas comunes. Una tragedia totalmente opuesta a nuestras costumbres de prever la muerte y honrar a los fallecidos, tradiciones que en 1962 Gabriel García Márquez exaltó en Los funerales de la Mamá Grande: “Su tía beata Francisca Mejía, que manejaba las llaves de la iglesia y del cementerio e hizo los trámites de su propio entierro y con sus sábanas inmaculadas cosió su propia mortaja… Mi padre preparó el cadáver con azabaras preservativas y lo cubrió con cal dentro del ataúd para un pudrimiento apacible… Mientras las campanas de todas las iglesias tocaban a muerto y había conmoción nacional e internacional, la dejó en una tumba sellada con una plataforma de plomo bajo la cual se pudrió sin darse cuenta de ‘la magnitud de su grandeza’”.

                                                                                                                                  Read more!
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                                                                                                                                  Ahora que una pandemia nos obliga a ver nuestra vida desde esa dimensión, comparto esta reflexión contenida en La peste, en medio de aquel olor y silencio del que huían los perros: “Hoy mismo, a través de este tropel de muerte, de angustia y de clamores, nos guía hacia el silencio esencial y hacia el principio de toda vida”. Camus no perdía de vista el significado de la palabra humanidad: “En el momento más grave de la epidemia no se vio más que un caso en que los sentimientos humanos fueron más fuertes que el miedo a la muerte entre torturas. Y no fue, como se podría esperar, dos amantes que la pasión arrojase uno hacia el otro por encima del sufrimiento”. Por más grande que sea la desdicha, no muere el anhelo de los sobrevivientes: “No había sitio en el corazón de nadie más que para una vieja y tibia esperanza, esa esperanza que impide a los hombres abandonarse a la muerte y que no es más que obstinación de vivir”.

                                                                                                                                  Por eso recuerdo hoy al escritor y filósofo español Rafael Argullol, que nos dictó un taller de literatura en la Fundación Gabo en Cartagena en 2008 y me contó que de niño le obsesionaba la muerte. Un día le preguntó a su tía abuela para que sirven los muertos y ella le respondió: “Los muertos sirven para que los vivos vivan”.

                                                                                                                                  @NelsonFredyPadi / npadilla @elespectador.com

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