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Los medios de comunicación no llegan al campo. Por lo menos no en este paro. Las imágenes de decenas de jóvenes marchando en plazas de municipios apartados o en carreteras que conducen a las capitales de los departamentos, como Cali, Villavicencio y Medellín, no han sido registradas. No salió en televisión, por ejemplo, el grupo de adolescentes de San José del Guaviare que se unió para preparar un sancocho comunitario y expresar que hay que “parar para avanzar”. Tampoco se narraron en los periódicos las velatones de San Martín, Acacías, Castilla La Nueva, Restrepo y Puerto López, en Meta. Pero la ruralidad ha cumplido con asistir a las manifestaciones y sus jóvenes han tomado la batuta de este eco que, desgarrado, intenta abrirse paso en las ciudades.
Miller Medellín tiene 20 años y es de San José de Guaviare. Salió a marchar con su grupo de amigos porque, dice, “en el campo sí que se necesita una vida digna”. Y con vida digna se refiere a mayor inversión social y a la consolidación de una paz, porque en sus planes no está ser la cuota de un conflicto: “Quienes vamos a sufrir los golpes de la guerra somos los jóvenes. Sobre todo los jóvenes que vivimos en el campo, donde se siente el conflicto. En las ciudades no pasa eso. No se viven bombardeos ni combates”.
Cree que la guerra se la inventan para ocuparlos, por lo menos en Guaviare, en vista de que no pueden —o no quieren— ofrecerles otras opciones: “Uno va a la Alcaldía y pregunta sobre proyectos, y cada vez hay menos. No hay apoyo a nuestras iniciativas ni garantías de participación en las que podamos ayudar a la construcción del tejido social”. Y si existen, no las ven. Medellín asegura que la inversión se queda en intermediarios, en empresas, la mayoría de las grandes ciudades, a las que el Gobierno les paga para implementar políticas que desconocen el territorio. Y mientras tanto su generación piensa en desplazarse porque está aburrida de un campo empobrecido.
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Denier Quiñónez Bravo tiene 24 años, vive en Cali y conoce bien, gracias a su proyecto de prevención de drogas, las carencias de los municipios del Valle del Cauca. Por eso ahora usa sus ollas para protestar. Le preocupa la precariedad de su generación, que debe salir a las calles a trabajar y endeudarse para estudiar. O, lo que es peor, para sobrevivir. Y en medio de esa angustia deben alejar como puedan el crimen: “En la pobreza y el abandono solo se alborota la violencia. Los grupos armados y las bandas aprovechan para seducirlos, para llevárselos”.
Hania Yurany Ardila tiene 28 años y es de San Martín (Meta). Salió al paro para exigir la implementación del Acuerdo de Paz. A su municipio hace tres años llegó la tranquilidad, a pesar de que la estigmatización de “zona roja” continúa. Teme que la guerra se recrudezca, pues si bien reconoce que aún existe y hay problemas de orden público, para ella la solución no es avivar el conflicto atacando a los grupos armados, sino con oportunidades. Eso incluye tener colegios que no se caigan a pedazos, vías de acceso para sacar los productos, respeto por la sabiduría del campesino e inversión de las regalías que dejan las empresas petroleras que llegan a los Llanos Orientales a extraer petróleo. Exhala con fuerza porque está aburrida de tanto repetir esta lista que, aunque evidente, es ignorada.
Y tiene otras preocupaciones más puntuales. También viajó hasta el centro de Villavicencio por los jóvenes, niños y niñas que fueron reclutados en su zona, pero pudieron retornar: “Hay una preocupación porque se sienten solos en su proceso de reincorporación. Sienten miedo. El Gobierno les dio un contentillo con un pago, pero no ha habido un acompañamiento integral. Ahora hacen parte de nuestra comunidad y no queremos que vuelvan a las armas ni que pasen hambre o necesidades”.
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Gabriela Gil tiene 28 años y es de Norte de Santander. Actualmente vive en Medellín porque trabaja con una organización de derechos humanos que acompaña a las comunidades rurales de Antioquia. Se tomó las calles porque no quiere más derechos vulnerados. Imagina que una vida digna es posible y está cansada de que la protesta social tenga una respuesta militar.
También desea un Gobierno que la represente y advierte que no es un clamor personal: “Para la mayoría existe un desgobierno. No nos sentimos representados en ese presidente que, además, alardea su juventud. Sentimos que recibe órdenes de todo el mundo. Que es un títere más y no conoce las necesidades de su país porque no visita los territorios. Prefiere estar en el extranjero diciendo mentiras, afirmando que está ejecutando los Acuerdos de Paz cuando eso no sucede. No se sienta con los sectores a negociar, no les cumple a los indígenas ni a los campesinos, camioneros o estudiantes”.
A pesar de que sus geografías y contextos son tan opuestos, los atraviesan los mismos reclamos, anhelos y angustias: “Somos jóvenes y, para rematar, del campo”, comenta la mayoría. No sienten que sus agendas se repliquen en el poder. Por el contrario, consideran que sus prioridades, como el medio ambiente, la educación, la diversidad, la defensa de los derechos humanos y la paz, van en contravía de la hoja de ruta de desarrollo que otros, ajenos a sus realidades, ya trazaron.