Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Hasta organizar un partido de fútbol le queda complicado a la Argentina de hoy. La crisis económica y social que afronta este país afecta a todos los ámbitos, incluido este deporte. El River Plate-Boca Juniors, por la final de la Copa Libertadores de América, no es más que el reflejo de una sociedad desigual y rebelde, que busca cualquier pretexto para expresar su inconformidad.
Se ve en las calles del centro de Buenos Aires, con las protestas de taxistas, maestros y agricultores, pero también en restaurantes, hoteles y sitios turísticos. Las finanzas no van bien y eso repercute en la vida cotidiana de la gente. Y el fútbol, que era su medicina, ya no cura. Aunque a medio mundo le parezca folclorismo y color, la violencia en los estadios tiene hastiados a los argentinos, a esos que aman a su club como a su madre, pero que nunca lo pondrían por encima de ella. Para ellos, lo ocurrido este fin de semana, cuando debía disputarse el juego de vuelta de la final de la Copa Libertadores de América en el estadio Monumental, ha sido una verdadera vergüenza.
Le puede interesar: Conmebol postergó la final de la Libertadores
Porque más allá de la histórica rivalidad entre los dos clubes, alimentada por el periodismo, la industria del deporte y la tradición familiar, un partido no puede generar tantos traumatismos en toda una ciudad. La agresión al bus en el que se transportaba el plantel de Boca Juniors es uno más de los hechos que ocurren partido a partido en las canchas argentinas y que, lamentablemente, se volvieron paisaje, hasta un motivo más para atraer turistas.
En 2015 unos hinchas de Boca les tiraron gas pimienta a los jugadores de River, en el entretiempo del duelo por octavos de final de la Copa Libertadores de América. El martes pasado fanáticos del All Boys atacaron salvajemente con palos y piedras a una patrulla de Policía tras la derrota de su equipo ante Atlanta. A eso, equivocadamente, le dicen exceso de pasión.
Y el viernes, en un operativo fue detenido Héctor Godoy, alias Caverna, uno de los líderes de la barra brava Los Borrachos del Tablón, acusado de manejar el negocio de la reventa de entradas y generar violencia. Personajes como él son comunes en los clubes de este país y cuentan con la complicidad de dirigentes y autoridades, a quienes estos delincuentes ya les tomaron ventaja. Y cuidado, porque Colombia va por el mismo camino.
Pero es que en eso se ha convertido el fútbol argentino. “Aquí reina la anarquía. Nadie asume responsabilidades y siempre salimos con el cuento de que son unos pocos violentos y que somos más los buenos. Pues no, falso, porque esos malos tienen más poder, hacen lo que quieren”, dice consternado Roberto Biales, uno de los 882 periodistas acreditados para el superclásico, la final del mundo que no fue y que por ahora no se sabe cuándo se va a disputar (mañana habrá una reunión entre los presidentes de ambos clubes y el de Conmebol para definir la nueva fecha).
Lea aquí: "Lo mejor para Boca era no jugar": Guillermo Barros Schelotto
El planeta entero tenía los ojos puestos en Argentina. Con admiración y envidia en todos los continentes se seguían las incidencias del partido; eso sí, con el morbo y la certeza de que algo raro iba a ocurrir. Y así fue. El sábado un par de futbolistas de Boca fueron heridos, el más afectado fue el capitán Pablo Pérez, cuando el bus que los transportaba fue apedreado en la Avenida del Libertador, a cinco cuadras del estadio. Denuncias, alegatos, exámenes, rumores y tensión.
Dentro del Monumental 65.000 personas expectantes, ilusionadas con que rodara el balón y se rompiera el empate 2-2 de la ida, en La Boca. Afuera otros cinco mil, muchos de ellos con boleta en mano, pero sin poder ingresar porque el cupo estaba completo. Las puertas se cerraron hora y media antes del pitazo inicial.
Y en vez de los jugadores, los protagonistas fueron los dirigentes. Incapaces de manejar semejante crisis, presionados ante tremenda responsabilidad. Por momentos ya no se trataba solamente de jugar o no, sino de evitar una tragedia mayor. Y los patrones del negocio, FIFA y Conmebol, con el propio Gianni Infantino en el palco, apretando para que la fiesta continuara. Primero se anunció un retraso de una hora, luego hora y cuarto más, hasta que finalmente el duelo se reprogramó para el domingo. Papelón mayúsculo, que por fortuna no pasó a mayores porque los hinchas de River, aunque disgustados, salieron tranquilamente del escenario, más allá de que en los alrededores se presentaron algunos enfrentamientos entre barras.
“Somos un país de enfermos mentales”, editorializó indignado el domingo el diario deportivo Olé. Creían que lo peor había pasado, pero el ridículo continuó. “El pacto de caballeros” que habían firmado los dirigentes, se rompió y ayer Boca ya no quiso jugar. Mientras los medios de radio y televisión difundían versiones encontradas, River y Conmebol decían que sí y preparaban nuevamente el espectáculo (de hecho las puertas del Monumental fueron abiertas).
Le puede interesar: Boca pide sanciones contra River
Hasta que salió Alejandro Domínguez, presidente del ente rector del fútbol en Suramérica, y reconoció que las condiciones no estaban dadas para que se jugara el encuentro. Y, la verdad, el ambiente ya no era igual, pues estaba enrarecido por los incidentes, por la zozobra. La rivalidad dejó de ser deportiva y se convirtió en política.
Y si en los días previos al juego a los hinchas millonarios y bosteros se les notaba más preocupados por no perder que por ganar, ayer parecía que ya nada les interesaba, ni siquiera el juego. En eso terminó el superclásico de la Copa Libertadores, el partido del siglo, la final del mundo. El partido que partiría en dos la historia del fútbol argentino. Y lo hizo, pero para mal.