La venganza de Jairo Pinilla
El documental, dirigido por Simón Hernández, acompañó el regreso de Pinilla como director de cine después de 20 años de inactividad.
Laura Camila Arévalo Domínguez - Twitter: @lauracamilaad
Jairo Pinilla lo apostó todo y perdió. Se quedó solo. Se había convertido en el director de cine más exitoso de los 70. Sus películas fueron vendidas y reconocidas. Fue un tipo popular y un atrevido explorador de lo inexplorado. Fue el primero en hacer terror en un país que ya había superado por mucho esas fantasías que se le ocurrían. Después de la película Extraña regresión dejó de escribir historias tenebrosas para comenzar a vivir la suya: se quedó sin plata y sin prestigio. Fue así como, habiendo hecho filmes como Funeral siniestro (1977), Área maldita (1979) 27 horas con la muerte (1982) o Triángulo de oro (1984), enfrentó el infierno de querer grabar, dirigir y editar, pero no poder hacer nada. Se enfrentó a la nada y de ahí solo pudo salir algunos años después, cuando decidió filmar su última película.
Simón Hernández, director del documental La venganza de Jairo, una producción que acompaña el regreso de Pinilla como director de cine después de 20 años de inactividad, se acerca más a la orilla de los convencidos. Se pierde entre las vidas de esas personas obsesivas que viven y dan la vida por una idea o una ilusión. Primero se dejó absorber por la de Carlos Pizarro Leongómez, a quien revivió a través de los ojos de su hija, María José Pizarro. Quiso trabajar con la historia del excomandante del M-19 porque consideraba que era uno de esos héroes olvidados a quien deberíamos tatuarnos en la memoria los colombianos. Se entregó por años a esa ausencia y lo reconoció a través de la presencia de quien lo representaba en vida. Ahora estrena un documental en el Festival Internacional de Cine de Cartagena sobre otro héroe, que a pesar de que también fue olvidado, sigue vivo; otro convencido de que en la vida hay que entregarse sin reparos a las pasiones y que, a pesar de que parece que el destino gritara con fuerza que ya, que no más, que pare, que para qué el cine si sabe que de ahí nada resulta, no dejará de escribir guiones hasta el último suspiro.
A Pinilla lo encontró en el 2000, con un grupo de compañeros que, como él, querían hacer terror. El profesor de cine que tenían les dijo que debían hablar con un señor que había sido muy famoso años atrás, pero que había desaparecido. Decían que estaba en Venezuela, que manejaba taxi, que se había muerto. Después de tres meses de convertirse en una especie de sabuesos obsesivos con el ausente, encontraron un número
—¿Aló?
—Sí, aló. ¿Jairo? ¿Usted es Jairo?
—Con él habla.
Ese día le hicieron una oferta de trabajo y fueron hasta su casa. Vivía y sigue viviendo en el barrio El Tunal, en el sur de Bogotá. Lo encontraron solo. En su casa, el espacio siempre lo han ocupado un arrume de guiones sin filmar, una biblioteca llena de stickers de lomos de películas y la melancolía de los tiempos en los que los teatros se vestían con los afiches de sus filmes. Entre esa nostalgia se revolcaba y no se imaginaba que de esa eterna espera fuera a salir nunca. “Ahí estaba Jairo, esperando a que alguien fuera a buscarlo”, dijo Hernández, que se comprometió emocional y financieramente con la vida de Pinilla y su sueño de volver a dirigir. La vida de Pinilla es austera. Su placer es el cigarrillo y su vicio es el cine.
Desde 2011 viene levantándose todas las mañanas preguntándose cómo, con quién y con qué plata va a producir su última película, que describe con la emoción de quien está seguro de que antes de irse tiene que dejar la prueba de que nunca se rindió.
“El cine colombiano olvidó a Jairo, pero Jairo no olvidó el cine colombiano”.
Él es la prueba de que es posible vivir de los recuerdos sin que la frustración o la melancolía resulten mortales. Su película y el documental de Hernández son el renacer de un hombre que había muerto. El olvido es muerte. Aunque su actitud para el trabajo es inspiradora y su pasión es contagiosa, su método genera desgaste. Se quedó con las formas y los mandatos de la década de su gloria. Por eso, cuando grabó con Hernández, los problemas llegaron al intentar dirigir a un director que estaba acostumbrado a que le obedecieran. “La cosa no fue con el ‘¡acción!’ y todo el mundo se calla para que entre el momento cinematográfico, sino que Jairo todo el tiempo estaba con la cámara prendida y los actores en escena: ‘entonces tú, baja acá, mueve aquí, mira allá, di esto’, y así era muy complicado hacer el trabajo”, dice Hernández, quien a pesar del aprecio que le tiene a Pinilla, dejó de hablarle por seis meses a causa de las tensiones que se generaron y los egos que no dieron tregua.
A Pinilla, que le quitaron todo porque todo lo debía, que le bloquearon su época más creativa, que tuvo que reponerse de las críticas fulminantes, y a quien el genio y la poca paciencia le dificultan la comunicación, le esperan los días de venganza. Y es que, aunque no se reconozca y sea más popular no decirlo, la revancha es dulce, y la de él será activar los convenientes olvidos o ácidos recuerdos de los que saben que fue el grande del terror. Fue el único.
Jairo Pinilla lo apostó todo y perdió. Se quedó solo. Se había convertido en el director de cine más exitoso de los 70. Sus películas fueron vendidas y reconocidas. Fue un tipo popular y un atrevido explorador de lo inexplorado. Fue el primero en hacer terror en un país que ya había superado por mucho esas fantasías que se le ocurrían. Después de la película Extraña regresión dejó de escribir historias tenebrosas para comenzar a vivir la suya: se quedó sin plata y sin prestigio. Fue así como, habiendo hecho filmes como Funeral siniestro (1977), Área maldita (1979) 27 horas con la muerte (1982) o Triángulo de oro (1984), enfrentó el infierno de querer grabar, dirigir y editar, pero no poder hacer nada. Se enfrentó a la nada y de ahí solo pudo salir algunos años después, cuando decidió filmar su última película.
Simón Hernández, director del documental La venganza de Jairo, una producción que acompaña el regreso de Pinilla como director de cine después de 20 años de inactividad, se acerca más a la orilla de los convencidos. Se pierde entre las vidas de esas personas obsesivas que viven y dan la vida por una idea o una ilusión. Primero se dejó absorber por la de Carlos Pizarro Leongómez, a quien revivió a través de los ojos de su hija, María José Pizarro. Quiso trabajar con la historia del excomandante del M-19 porque consideraba que era uno de esos héroes olvidados a quien deberíamos tatuarnos en la memoria los colombianos. Se entregó por años a esa ausencia y lo reconoció a través de la presencia de quien lo representaba en vida. Ahora estrena un documental en el Festival Internacional de Cine de Cartagena sobre otro héroe, que a pesar de que también fue olvidado, sigue vivo; otro convencido de que en la vida hay que entregarse sin reparos a las pasiones y que, a pesar de que parece que el destino gritara con fuerza que ya, que no más, que pare, que para qué el cine si sabe que de ahí nada resulta, no dejará de escribir guiones hasta el último suspiro.
A Pinilla lo encontró en el 2000, con un grupo de compañeros que, como él, querían hacer terror. El profesor de cine que tenían les dijo que debían hablar con un señor que había sido muy famoso años atrás, pero que había desaparecido. Decían que estaba en Venezuela, que manejaba taxi, que se había muerto. Después de tres meses de convertirse en una especie de sabuesos obsesivos con el ausente, encontraron un número
—¿Aló?
—Sí, aló. ¿Jairo? ¿Usted es Jairo?
—Con él habla.
Ese día le hicieron una oferta de trabajo y fueron hasta su casa. Vivía y sigue viviendo en el barrio El Tunal, en el sur de Bogotá. Lo encontraron solo. En su casa, el espacio siempre lo han ocupado un arrume de guiones sin filmar, una biblioteca llena de stickers de lomos de películas y la melancolía de los tiempos en los que los teatros se vestían con los afiches de sus filmes. Entre esa nostalgia se revolcaba y no se imaginaba que de esa eterna espera fuera a salir nunca. “Ahí estaba Jairo, esperando a que alguien fuera a buscarlo”, dijo Hernández, que se comprometió emocional y financieramente con la vida de Pinilla y su sueño de volver a dirigir. La vida de Pinilla es austera. Su placer es el cigarrillo y su vicio es el cine.
Desde 2011 viene levantándose todas las mañanas preguntándose cómo, con quién y con qué plata va a producir su última película, que describe con la emoción de quien está seguro de que antes de irse tiene que dejar la prueba de que nunca se rindió.
“El cine colombiano olvidó a Jairo, pero Jairo no olvidó el cine colombiano”.
Él es la prueba de que es posible vivir de los recuerdos sin que la frustración o la melancolía resulten mortales. Su película y el documental de Hernández son el renacer de un hombre que había muerto. El olvido es muerte. Aunque su actitud para el trabajo es inspiradora y su pasión es contagiosa, su método genera desgaste. Se quedó con las formas y los mandatos de la década de su gloria. Por eso, cuando grabó con Hernández, los problemas llegaron al intentar dirigir a un director que estaba acostumbrado a que le obedecieran. “La cosa no fue con el ‘¡acción!’ y todo el mundo se calla para que entre el momento cinematográfico, sino que Jairo todo el tiempo estaba con la cámara prendida y los actores en escena: ‘entonces tú, baja acá, mueve aquí, mira allá, di esto’, y así era muy complicado hacer el trabajo”, dice Hernández, quien a pesar del aprecio que le tiene a Pinilla, dejó de hablarle por seis meses a causa de las tensiones que se generaron y los egos que no dieron tregua.
A Pinilla, que le quitaron todo porque todo lo debía, que le bloquearon su época más creativa, que tuvo que reponerse de las críticas fulminantes, y a quien el genio y la poca paciencia le dificultan la comunicación, le esperan los días de venganza. Y es que, aunque no se reconozca y sea más popular no decirlo, la revancha es dulce, y la de él será activar los convenientes olvidos o ácidos recuerdos de los que saben que fue el grande del terror. Fue el único.