¿Quién te creés que sos? ¿Pedernera?
Arquitecto de una de las máquinas más importantes y potentes en la historia del fútbol latinoamericano. Bailarín de uno de los ballets de mayor armonía en las canchas del fútbol mundial. Maestro de las mejores jugadas de pizarrón y, en definitiva, una leyenda de la pelota, de aquella que nunca se manchó y que nunca sufrió, porque en sus pies había filigrana, elegancia y finura.
Andrés Osorio Guillott
Admiraba a Pedro Ochoa, aquel jugador noctámbulo e irreverente que fue figura de Racing a finales de la década de 1910. Al “Rey de la gambeta” lo tenía en un pedestal. Y eligió bien, porque querer contagiarse de las virtudes de aquellos que consideramos ídolos puede resultar determinante a la hora de seguir sus pasos e intentar superarlos. La dupla de Ochoa con Natalio Perinetti hechizó a los habitantes de Avellaneda. Y sí, a ese chico que jugaba en las calles del barrio Mitre, justo al lado del Puente Barracas, también lo determinó. Quizá por eso fue hincha de Racing, quizá por eso se hizo ilustre en la cancha.
Tenía 16 años cuando pasaron a buscarlo a su casa. Ya había jugado en quinta y cuarta división entre 1933 y 1935. Iba a jugar en primera división. Los años que llevaba gambeteando en silencio y siguiendo el estilo de juego de la dupla Ochoa-Perinetti empezaba a vislumbrarse en las canchas argentinas, vestido con la banda de River Plate.
“La pelota, aunque les parezca mentira, tiene sentimientos. La pelota se da cuenta cuando la tratan mal. Por eso cuando le pegan mal, esa pelota no regresa a ellos. Les quiere escapar, se quiere ir de la cancha”, afirmó una vez en una entrevista para Simplemente Fútbol, Adolfo Pedernera.
Puede leer: Adolfo Pedernera, la figura de Millonarios campeón de 1949
Fue Vicepresidente de la Asociación de Futbolistas Profesionales de Argentina en la época en que el General Perón asumió el poder del gobierno. Sus políticas no gustaron entre los jugadores y todos buscaron partir, porque ni la integridad ni la pelota se pueden ver afectadas. El Napoleón del fútbol, como algunos lo llamaron, ya había conquistado el deporte junto a Juan Carlos Muñoz, José Manuel Moreno, Angel Labruna y Félix Loustau. La sincronización de juego de estos cinco delanteros era precisa, y por eso el River de principios de la década de 1940 era apodado “La máquina”. Todos entendieron su rol, sin excepción. Pedernera había empezado por las puntas, primero por la derecha y luego por la izquierda. Su versatilidad no tenía límites ni pretextos, él jugaba al fútbol como bailaba tango. Luego, al toparse con Moreno, que también le apostaba a encarar por los costados, Pedernera pasó a jugar en el medio, como un nueve retrasado, y Moreno jugaría por el costado derecho, justo el mismo lado en el que se situaba cuando los dos veían la próxima en el billar, una de las pasiones compartidas y otro de los escenarios en los que el lenguaje hecho por palabras pasaba a un segundo plano, pues sus virtudes y sus habilidades hablaban mejor que cualquier poeta del deporte.
Era un fútbol romántico, construido por cinco musas. Cada partido era una cita con la historia y una reivindicación de las moralejas que se llevaba en cada entrenamiento. Ese equipo de curiosa formación 2-3-5 fue un ejemplo y un referente del juego ofensivo e intenso que años después veríamos con “La Naranja Mecánica” de Cruyff. Pedernera y los cuatro delanteros fabricaban fantasías en el césped. Cada uno tomaba la batuta y hacía de cada partido una nueva puesta en escena. Ganaban cuando podían, decía Pedernera con su inconfundible modestia, pero la realidad es que en la cancha comandaban el destino de la pelota. “El Maestro” amó a la pelota como a su vieja, como a su novia, como a su familia. La bocha era su mundo, su principio y su fin. Si corría era porque se sacrificaba por recuperar su amor en la cancha, pero con el balón en sus pies, Pedernera era paciente. Primero pensaba el paso, el movimiento, y luego recibía el balón. Y así, su intuición se convertía en su cómplice.
Puede leer: La vida íntima de Adolfo Pedernera
Con menos show mediático pero con la misma relevancia con la que hoy reciben a las grandes estrellas tras un traspaso multimillonario, Pedernera llegaba a Colombia a finales de los años 40, gracias a la visión ambiciosa de Alfonso Senior. Su visita al Estadio Nemesio Camacho “El Campín” como espectador y con motivo del anuncio de su llegada al fútbol colombiano reunió la suma de 22 mil dólares, cantidad que pagó la prima anual de 5.000 dólares y el salario de 200 dólares mensuales con los que llegó el jugador al club “Embajador”.
La liga pirata, como se le veía a la liga nacional en aquel entonces, empezó a verse como una de las mejores del mundo gracias a la llegada de jugadores internacionales. La llegada de Pedernera y Di Stéfano fue, tal vez, el símbolo de la revolución en el fútbol colombiano y de una de sus épocas más gloriosas.
Y justamente, junto a “La Saeta Rubia”, quien fue se discípulo, Pedernera habría de enarbolar las banderas del fútbol argentino. La disciplina, la lealtad y el respeto por la pelota, eran representados en cada toque y en cada gambeta de los dos astros que hicieron del balompié un paréntesis en medio de épocas en las que los conflictos estaban a la vuelta de la esquina.
Desde el 26 de junio de 1949 al 1 de agosto de 1954, Pedernera se vistió de héroe con unos guayos y también se vistió de ídolo desde un banco. Como jugador y como técnico dejó cuatro títulos y una leyenda para todo el fútbol en Colombia.
Regresó a Argentina, a sus calles, a sus inicios. Volvió a aquellos terrenos en los que los más pequeños le preguntaban al más osado de los jugadores si se creía Pedernera. Y no es que “El Maestro” fuera pretencioso, muy por el contrario, siempre jugó con la sobriedad de su personalidad pero con todos los adornos que embellecían el juego.
Dirigió al América de Cali, a Boca Juniors, Independiente, Huracán, Nacional de Uruguay, Gimnasia y Esgrima de La Plata y Talleres de Córdoba. También dirigió a la primera Selección Colombia en ir a un Mundial, en 1962.
El aporte de los futbolistas y futboleros, porque la base es la misma pero el sentido es diferente, no se mide en los títulos, sino en su legado, en su mensaje, en su estilo. Para Pedernera siempre fue el ser humano y después el futbolista. A la pelota la trató como a otro ser que siente y que piensa, por eso su estrecha y sana relación con la pelota. Su estilo habló de la inteligencia por encima de la habilidad corporal. Se anticipaba a los errores como mago que fue. No se casó con ninguna posición porque hizo entender a todos que en el fútbol la única especialidad es saber tocar el balón y que si se hace con pasión no solamente se hacen goles y lujos, también se hace historia.
Admiraba a Pedro Ochoa, aquel jugador noctámbulo e irreverente que fue figura de Racing a finales de la década de 1910. Al “Rey de la gambeta” lo tenía en un pedestal. Y eligió bien, porque querer contagiarse de las virtudes de aquellos que consideramos ídolos puede resultar determinante a la hora de seguir sus pasos e intentar superarlos. La dupla de Ochoa con Natalio Perinetti hechizó a los habitantes de Avellaneda. Y sí, a ese chico que jugaba en las calles del barrio Mitre, justo al lado del Puente Barracas, también lo determinó. Quizá por eso fue hincha de Racing, quizá por eso se hizo ilustre en la cancha.
Tenía 16 años cuando pasaron a buscarlo a su casa. Ya había jugado en quinta y cuarta división entre 1933 y 1935. Iba a jugar en primera división. Los años que llevaba gambeteando en silencio y siguiendo el estilo de juego de la dupla Ochoa-Perinetti empezaba a vislumbrarse en las canchas argentinas, vestido con la banda de River Plate.
“La pelota, aunque les parezca mentira, tiene sentimientos. La pelota se da cuenta cuando la tratan mal. Por eso cuando le pegan mal, esa pelota no regresa a ellos. Les quiere escapar, se quiere ir de la cancha”, afirmó una vez en una entrevista para Simplemente Fútbol, Adolfo Pedernera.
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Fue Vicepresidente de la Asociación de Futbolistas Profesionales de Argentina en la época en que el General Perón asumió el poder del gobierno. Sus políticas no gustaron entre los jugadores y todos buscaron partir, porque ni la integridad ni la pelota se pueden ver afectadas. El Napoleón del fútbol, como algunos lo llamaron, ya había conquistado el deporte junto a Juan Carlos Muñoz, José Manuel Moreno, Angel Labruna y Félix Loustau. La sincronización de juego de estos cinco delanteros era precisa, y por eso el River de principios de la década de 1940 era apodado “La máquina”. Todos entendieron su rol, sin excepción. Pedernera había empezado por las puntas, primero por la derecha y luego por la izquierda. Su versatilidad no tenía límites ni pretextos, él jugaba al fútbol como bailaba tango. Luego, al toparse con Moreno, que también le apostaba a encarar por los costados, Pedernera pasó a jugar en el medio, como un nueve retrasado, y Moreno jugaría por el costado derecho, justo el mismo lado en el que se situaba cuando los dos veían la próxima en el billar, una de las pasiones compartidas y otro de los escenarios en los que el lenguaje hecho por palabras pasaba a un segundo plano, pues sus virtudes y sus habilidades hablaban mejor que cualquier poeta del deporte.
Era un fútbol romántico, construido por cinco musas. Cada partido era una cita con la historia y una reivindicación de las moralejas que se llevaba en cada entrenamiento. Ese equipo de curiosa formación 2-3-5 fue un ejemplo y un referente del juego ofensivo e intenso que años después veríamos con “La Naranja Mecánica” de Cruyff. Pedernera y los cuatro delanteros fabricaban fantasías en el césped. Cada uno tomaba la batuta y hacía de cada partido una nueva puesta en escena. Ganaban cuando podían, decía Pedernera con su inconfundible modestia, pero la realidad es que en la cancha comandaban el destino de la pelota. “El Maestro” amó a la pelota como a su vieja, como a su novia, como a su familia. La bocha era su mundo, su principio y su fin. Si corría era porque se sacrificaba por recuperar su amor en la cancha, pero con el balón en sus pies, Pedernera era paciente. Primero pensaba el paso, el movimiento, y luego recibía el balón. Y así, su intuición se convertía en su cómplice.
Puede leer: La vida íntima de Adolfo Pedernera
Con menos show mediático pero con la misma relevancia con la que hoy reciben a las grandes estrellas tras un traspaso multimillonario, Pedernera llegaba a Colombia a finales de los años 40, gracias a la visión ambiciosa de Alfonso Senior. Su visita al Estadio Nemesio Camacho “El Campín” como espectador y con motivo del anuncio de su llegada al fútbol colombiano reunió la suma de 22 mil dólares, cantidad que pagó la prima anual de 5.000 dólares y el salario de 200 dólares mensuales con los que llegó el jugador al club “Embajador”.
La liga pirata, como se le veía a la liga nacional en aquel entonces, empezó a verse como una de las mejores del mundo gracias a la llegada de jugadores internacionales. La llegada de Pedernera y Di Stéfano fue, tal vez, el símbolo de la revolución en el fútbol colombiano y de una de sus épocas más gloriosas.
Y justamente, junto a “La Saeta Rubia”, quien fue se discípulo, Pedernera habría de enarbolar las banderas del fútbol argentino. La disciplina, la lealtad y el respeto por la pelota, eran representados en cada toque y en cada gambeta de los dos astros que hicieron del balompié un paréntesis en medio de épocas en las que los conflictos estaban a la vuelta de la esquina.
Desde el 26 de junio de 1949 al 1 de agosto de 1954, Pedernera se vistió de héroe con unos guayos y también se vistió de ídolo desde un banco. Como jugador y como técnico dejó cuatro títulos y una leyenda para todo el fútbol en Colombia.
Regresó a Argentina, a sus calles, a sus inicios. Volvió a aquellos terrenos en los que los más pequeños le preguntaban al más osado de los jugadores si se creía Pedernera. Y no es que “El Maestro” fuera pretencioso, muy por el contrario, siempre jugó con la sobriedad de su personalidad pero con todos los adornos que embellecían el juego.
Dirigió al América de Cali, a Boca Juniors, Independiente, Huracán, Nacional de Uruguay, Gimnasia y Esgrima de La Plata y Talleres de Córdoba. También dirigió a la primera Selección Colombia en ir a un Mundial, en 1962.
El aporte de los futbolistas y futboleros, porque la base es la misma pero el sentido es diferente, no se mide en los títulos, sino en su legado, en su mensaje, en su estilo. Para Pedernera siempre fue el ser humano y después el futbolista. A la pelota la trató como a otro ser que siente y que piensa, por eso su estrecha y sana relación con la pelota. Su estilo habló de la inteligencia por encima de la habilidad corporal. Se anticipaba a los errores como mago que fue. No se casó con ninguna posición porque hizo entender a todos que en el fútbol la única especialidad es saber tocar el balón y que si se hace con pasión no solamente se hacen goles y lujos, también se hace historia.