El crudo informe de la Fiscalía sobre los falsos positivos
El Espectador conoció el diagnóstico que el organismo investigador envió a la JEP. Un detallado reporte del fenómeno criminal que hoy cobra relevancia tras el informe del “New York Times”.
Juan David Laverde Palma / @jdlaverde9
Mientras la controversia política sigue atizándose por cuenta de la investigación del New York Times sobre varias directivas del alto mando militar —una de las cuales fue retirada— que revivieron el fantasma de la presión por resultados y el escándalo de los falsos positivos, la justicia sigue tratando de documentar qué ocurrió en este capítulo de barbarie. Y un extenso reporte de la Fiscalía, conocido por El Espectador, contiene buena parte de las claves del fenómeno de las ejecuciones extrajudiciales. El documento de 302 páginas, entregado a la JEP en junio de 2018, constituye una radiografía de estos crímenes, las regiones que más lo padecieron, los años más crudos de la peor degradación del conflicto y, sobre todo, la cronología de órdenes verbales, directivas cuestionadas, testimonios escalofriantes y, al final, un balance atroz de civiles asesinados por las balas oficiales para torcer las estadísticas de la guerra.
(Le recomendamos: Ecos de la publicación de “The New York Times”)
Aunque los números han sido problemáticos para identificar la cifra de víctimas en estos expedientes —investigaciones periodísticas, libros, reportes de Naciones Unidas y hasta reseñas de la propia Fiscalía han calculado entre 3.000 y 5.000—, en este informe se habla de 2.248 víctimas entre 1988 y 2014. En ese contexto se asegura que el pico de violencia ocurrió entre 2006 y 2008, durante la comandancia del general Mario Montoya en el Ejército. Montoya hoy es investigado en la JEP por un centenar de ejecuciones extrajudiciales. Él ha reivindicado su inocencia. El informe sostiene que la Fiscalía ha procesado a 5.626 personas, de las cuales 3.826 eran soldados, 992 suboficiales, 514 oficiales y 133 civiles. En la mayoría de los casos había condenas o detenciones que superaban los cinco años, por lo cual la JEP ha dado el beneficio de libertad transitoria a 1.236 uniformados.
El documento señala que estos asesinatos ocurrieron en 27 departamentos, pero en nueve la victimización fue mayor. Como Antioquia, que encabeza de lejos este ítem con el 29 % de las muertes, seguido de Casanare, Cesar, Meta, Norte de Santander, Huila, Córdoba, Tolima y La Guajira. También se deja constancia de que “las muertes presentadas ilegítimamente como bajas en combate no son un acontecimiento reciente en el contexto colombiano. El primer caso registrado es de finales de los años ochenta del siglo XX. Sin embargo, este fenómeno se incrementó sustancialmente a partir del año 2002 y conoció su etapa más crítica entre 2006 y 2008”. Es decir, si bien esta práctica ilegal existía, su sistematicidad y números criminales se exacerbaron en las filas castrenses en la primera década del siglo XXI. El 97 % de los casos investigados ocurrieron entre 2002 y 2008.
(Lea también: New York Times responde a carta del gobierno colombiano sobre artículo de falsos positivos)
Tanto es así que el primer reporte reseñado por la Fiscalía es del 7 de febrero de 1988, cuando miembros del Batallón Bomboná presentaron a cuatro campesinos como integrantes de las Farc. En la década de los 90, cuando el conflicto arreció, se habrían presentado 78 casos. “Fue solo a partir del año 2002 cuando la judicialización del fenómeno presentó un aumento significativo, al pasar de 14 hechos investigados en 2001 a 92 en 2002. La tendencia ascendente se mantuvo entre 2002 y 2005, año en el que se presentaron 265 casos. En 2006 el número se duplicó al llegar a 470 hechos y los casos dejaron de concentrarse en los departamentos del norte del país y se distribuyeron en otras zonas. El año 2007 marcó el pico más alto con la ocurrencia de aproximadamente 733 hechos”.
Pero qué explica lo ocurrido. La investigación menciona tres factores: el primero relacionado con las políticas y cambios internos en las Fuerzas Militares; el segundo, con la correlación de fuerzas y alianzas entre algunos oficiales y grupos ilegales, y el tercero, la relación entre el Ejército y las comunidades locales. En el primer factor, la incidencia del Plan Colombia es clave para determinar el crecimiento de la tropa, que pasó de 250.000 hombres en 1998 a 380.000 en 2005. Asimismo, durante los dos gobiernos de Álvaro Uribe se crearon tres nuevas divisiones: la Sexta, la Séptima y la Octava, nueve brigadas territoriales, 17 brigadas móviles con 54 batallones de contraguerrilla, siete batallones de alta montaña y 14 grupos de Fuerzas Especiales Antiterroristas Urbanas. Esto se tradujo en la ofensiva contra las guerrillas en la Seguridad Democrática y una presión por resultados expresados en varias directivas.
(Le recomendamos: Diez crímenes aberrantes del Ejército)
Al tiempo que la cruzada del paramilitarismo hizo replegar a las guerrillas, aumentaron los incentivos para los éxitos operacionales, cuyas disposiciones contenían manuales de operaciones e inteligencia que determinaban que “la producción de muertes en combate era un resultado esperado y deseable, que el liderazgo de una unidad militar se demostraba a través de resultados contundentes y que el ejercicio de la iniciativa de combate debía llevar a diezmar el número de integrantes de las organizaciones armadas al margen de la ley”. Todo derivó en la directiva 029 de 2005 del ministro de Defensa Camilo Ospina, que estableció “criterios para el pago de recompensas por la captura o abatimiento en combate de cabecillas”, y pronto, al compás de otros decretos y órdenes internas que tasaron bonificaciones, ascensos, permisos, días de descanso, beneficios navideños y viajes al exterior, las ejecuciones extrajudiciales se dispararon.
“Las bajas no es lo más importante, es lo único”, dice uno de los documentos en poder de la justicia titulado “Políticas del MG. Mario Montoya Uribe”, que recoge 24 de sus directrices. Un escenario que provocó competencia entre divisiones y batallones para reportar mayor cantidad de bajas y donde escasearon la supervisión y la transparencia de algunos comandantes. Es más, a varios de ellos les sirvió para ascender. El informe asegura que la presencia militar en lugares donde se movieron las guerrillas terminó en estigmatizaciones de algunos miembros de la sociedad civil. “En algunos sectores de los agentes del Estado estas relaciones fueron leídas como una alianza con la subversión (…) Comunidades enteras fueron señaladas como integrantes de la subversión, especialmente cuando se presentaban procesos de movilización social, lo que legitimó, a su vez, la presencia de un Estado represivo en la zona”.
Tolima, Cauca, Caquetá, Putumayo, el Oriente antioqueño y Casanare fueron las regiones que más padecieron este fenómeno asociado al señalamiento de líderes. “Todo lo que oliera a guerrilla había que exterminarlo”, declaró el mayor retirado Juan Carlos Rodríguez, alias Zeus, también enlace del narcotráfico en el norte del Valle. En ese coctel de presiones por resultados, donde se evaluaban las unidades por días sin combatir o sin reportar bajas o desmovilizaciones —muy parecido a las recientes directivas militares denunciadas por el New York Times y el director de Human Rights Watch, José Miguel Vivanco—, incentivos sin monitoreo, una carrera desenfrenada por obtener beneficios o ascensos y una tensa relación en teatros de guerra con los pobladores, el fenómeno de los falsos positivos encontró su ruta. Solo en 2008 vino a saberse la realidad de miles de asesinatos. La directiva 029 fue revocada.
Tras el escándalo, que cobró las cabezas de cuatro generales en octubre de 2008, luego de las investigaciones periodísticas, los procesos de presuntas ejecuciones de civiles se redujeron. “Para los años posteriores, desde 2009 hasta 2015, la cantidad de casos registrados se encuentra en niveles similares a los anteriores a 2001, es decir, no superan la decena al año”, concluye el reporte entregado a la JEP. Luego del arqueo de investigaciones en todo el país, la Fiscalía señaló que hay casi 5.000 expedientes abiertos en los que aparecen 18 generales mencionados. El informe cruzó las denuncias con el número de señalados guerrilleros abatidos y elaboró el ranquin de los 30 batallones del país que concentran el 41 % de la totalidad de muertes ilegítimas. Así se descubrió que esas unidades militares tienen presencia en 23 departamentos y en las siete divisiones del Ejército.
De acuerdo con este informe, una especie de bitácora del fenómeno para las pesquisas que hoy adelanta la JEP, “el 48 % de las víctimas fueron hombres jóvenes entre los 18 y 30 años”. Del universo analizado, el 75 % se dedicaba a labores de campo y trabajos informales. Con ligeras variaciones. “Los oficios también mostraron cambios con el paso del tiempo. Las víctimas dedicadas a labores informales (tales como el mototaxismo o las ventas ambulantes) pasaron del 20 % entre 2002 y 2005, al 32 % entre 2006 y 2008”. En la caracterización del fenómeno se documentaron los crímenes de 41 indígenas de las etnias kankuama, wiwa y wayuu, así como los homicidios de 103 drogadictos que fueron presentados como guerrilleros o milicianos abatidos en combate. La victimización de los líderes sociales fue constante. Hubo estigmatización de la actividad política en regiones como Putumayo, Nariño y Caquetá.
Otro de los hallazgos se remite a la forma como los militares involucrados reclutaban a las víctimas, qué lógicas tuvieron y cómo ejecutaron planes para evitar que se descubriera. “Los traslados de las víctimas a otras zonas empezaron a hacerse frecuentes en 2006 y en divisiones como la Primera y la Segunda fueron mecanismos recurrentes. En la Primera División se trasladaba a las víctimas desde diferentes capitales y municipios de la costa Caribe y Cúcuta, mientras que en la Segunda lo hacían desde Bogotá y Soacha. En la Séptima División los traslados fueron más cortos: desde Medellín y áreas urbanas aledañas hacia zonas rurales. En todas las divisiones se presentaron formas de obtención de víctimas variadas, tales como la irrupción en lugares de residencia o trabajo, u operaciones conjuntas o acuerdos con grupos de autodefensa. Esta última cayó en desuso entre 2004 y 2005, debido a la desmovilización de tales grupos”, señala el informe.
El documento resalta que sin el impulso de las familias, los personeros o defensores del Pueblo habría sido imposible reconstruir este capítulo de horror, y que las confesiones que han entregado desde soldados hasta coroneles han sido piedra angular de la justicia “para establecer la responsabilidad de los superiores jerárquicos”. Pero documentar la verdad no ha sido sencillo y esta estadística lo corrobora: seis de cada 10 condenados son soldados. El documento de la Fiscalía y sus conexiones, contextos, testimonios y valoraciones resulta pertinente en la coyuntura de denuncias sobre la reaparición del fantasma de los falsos positivos. Mientras el comandante del Ejército, general Nicacio Martínez, capotea el temporal, y la Cancillería se cruza cartas y quejas con directivas del New York Times, la JEP avanza en sus pesquisas.
Mientras la controversia política sigue atizándose por cuenta de la investigación del New York Times sobre varias directivas del alto mando militar —una de las cuales fue retirada— que revivieron el fantasma de la presión por resultados y el escándalo de los falsos positivos, la justicia sigue tratando de documentar qué ocurrió en este capítulo de barbarie. Y un extenso reporte de la Fiscalía, conocido por El Espectador, contiene buena parte de las claves del fenómeno de las ejecuciones extrajudiciales. El documento de 302 páginas, entregado a la JEP en junio de 2018, constituye una radiografía de estos crímenes, las regiones que más lo padecieron, los años más crudos de la peor degradación del conflicto y, sobre todo, la cronología de órdenes verbales, directivas cuestionadas, testimonios escalofriantes y, al final, un balance atroz de civiles asesinados por las balas oficiales para torcer las estadísticas de la guerra.
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Aunque los números han sido problemáticos para identificar la cifra de víctimas en estos expedientes —investigaciones periodísticas, libros, reportes de Naciones Unidas y hasta reseñas de la propia Fiscalía han calculado entre 3.000 y 5.000—, en este informe se habla de 2.248 víctimas entre 1988 y 2014. En ese contexto se asegura que el pico de violencia ocurrió entre 2006 y 2008, durante la comandancia del general Mario Montoya en el Ejército. Montoya hoy es investigado en la JEP por un centenar de ejecuciones extrajudiciales. Él ha reivindicado su inocencia. El informe sostiene que la Fiscalía ha procesado a 5.626 personas, de las cuales 3.826 eran soldados, 992 suboficiales, 514 oficiales y 133 civiles. En la mayoría de los casos había condenas o detenciones que superaban los cinco años, por lo cual la JEP ha dado el beneficio de libertad transitoria a 1.236 uniformados.
El documento señala que estos asesinatos ocurrieron en 27 departamentos, pero en nueve la victimización fue mayor. Como Antioquia, que encabeza de lejos este ítem con el 29 % de las muertes, seguido de Casanare, Cesar, Meta, Norte de Santander, Huila, Córdoba, Tolima y La Guajira. También se deja constancia de que “las muertes presentadas ilegítimamente como bajas en combate no son un acontecimiento reciente en el contexto colombiano. El primer caso registrado es de finales de los años ochenta del siglo XX. Sin embargo, este fenómeno se incrementó sustancialmente a partir del año 2002 y conoció su etapa más crítica entre 2006 y 2008”. Es decir, si bien esta práctica ilegal existía, su sistematicidad y números criminales se exacerbaron en las filas castrenses en la primera década del siglo XXI. El 97 % de los casos investigados ocurrieron entre 2002 y 2008.
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Tanto es así que el primer reporte reseñado por la Fiscalía es del 7 de febrero de 1988, cuando miembros del Batallón Bomboná presentaron a cuatro campesinos como integrantes de las Farc. En la década de los 90, cuando el conflicto arreció, se habrían presentado 78 casos. “Fue solo a partir del año 2002 cuando la judicialización del fenómeno presentó un aumento significativo, al pasar de 14 hechos investigados en 2001 a 92 en 2002. La tendencia ascendente se mantuvo entre 2002 y 2005, año en el que se presentaron 265 casos. En 2006 el número se duplicó al llegar a 470 hechos y los casos dejaron de concentrarse en los departamentos del norte del país y se distribuyeron en otras zonas. El año 2007 marcó el pico más alto con la ocurrencia de aproximadamente 733 hechos”.
Pero qué explica lo ocurrido. La investigación menciona tres factores: el primero relacionado con las políticas y cambios internos en las Fuerzas Militares; el segundo, con la correlación de fuerzas y alianzas entre algunos oficiales y grupos ilegales, y el tercero, la relación entre el Ejército y las comunidades locales. En el primer factor, la incidencia del Plan Colombia es clave para determinar el crecimiento de la tropa, que pasó de 250.000 hombres en 1998 a 380.000 en 2005. Asimismo, durante los dos gobiernos de Álvaro Uribe se crearon tres nuevas divisiones: la Sexta, la Séptima y la Octava, nueve brigadas territoriales, 17 brigadas móviles con 54 batallones de contraguerrilla, siete batallones de alta montaña y 14 grupos de Fuerzas Especiales Antiterroristas Urbanas. Esto se tradujo en la ofensiva contra las guerrillas en la Seguridad Democrática y una presión por resultados expresados en varias directivas.
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Al tiempo que la cruzada del paramilitarismo hizo replegar a las guerrillas, aumentaron los incentivos para los éxitos operacionales, cuyas disposiciones contenían manuales de operaciones e inteligencia que determinaban que “la producción de muertes en combate era un resultado esperado y deseable, que el liderazgo de una unidad militar se demostraba a través de resultados contundentes y que el ejercicio de la iniciativa de combate debía llevar a diezmar el número de integrantes de las organizaciones armadas al margen de la ley”. Todo derivó en la directiva 029 de 2005 del ministro de Defensa Camilo Ospina, que estableció “criterios para el pago de recompensas por la captura o abatimiento en combate de cabecillas”, y pronto, al compás de otros decretos y órdenes internas que tasaron bonificaciones, ascensos, permisos, días de descanso, beneficios navideños y viajes al exterior, las ejecuciones extrajudiciales se dispararon.
“Las bajas no es lo más importante, es lo único”, dice uno de los documentos en poder de la justicia titulado “Políticas del MG. Mario Montoya Uribe”, que recoge 24 de sus directrices. Un escenario que provocó competencia entre divisiones y batallones para reportar mayor cantidad de bajas y donde escasearon la supervisión y la transparencia de algunos comandantes. Es más, a varios de ellos les sirvió para ascender. El informe asegura que la presencia militar en lugares donde se movieron las guerrillas terminó en estigmatizaciones de algunos miembros de la sociedad civil. “En algunos sectores de los agentes del Estado estas relaciones fueron leídas como una alianza con la subversión (…) Comunidades enteras fueron señaladas como integrantes de la subversión, especialmente cuando se presentaban procesos de movilización social, lo que legitimó, a su vez, la presencia de un Estado represivo en la zona”.
Tolima, Cauca, Caquetá, Putumayo, el Oriente antioqueño y Casanare fueron las regiones que más padecieron este fenómeno asociado al señalamiento de líderes. “Todo lo que oliera a guerrilla había que exterminarlo”, declaró el mayor retirado Juan Carlos Rodríguez, alias Zeus, también enlace del narcotráfico en el norte del Valle. En ese coctel de presiones por resultados, donde se evaluaban las unidades por días sin combatir o sin reportar bajas o desmovilizaciones —muy parecido a las recientes directivas militares denunciadas por el New York Times y el director de Human Rights Watch, José Miguel Vivanco—, incentivos sin monitoreo, una carrera desenfrenada por obtener beneficios o ascensos y una tensa relación en teatros de guerra con los pobladores, el fenómeno de los falsos positivos encontró su ruta. Solo en 2008 vino a saberse la realidad de miles de asesinatos. La directiva 029 fue revocada.
Tras el escándalo, que cobró las cabezas de cuatro generales en octubre de 2008, luego de las investigaciones periodísticas, los procesos de presuntas ejecuciones de civiles se redujeron. “Para los años posteriores, desde 2009 hasta 2015, la cantidad de casos registrados se encuentra en niveles similares a los anteriores a 2001, es decir, no superan la decena al año”, concluye el reporte entregado a la JEP. Luego del arqueo de investigaciones en todo el país, la Fiscalía señaló que hay casi 5.000 expedientes abiertos en los que aparecen 18 generales mencionados. El informe cruzó las denuncias con el número de señalados guerrilleros abatidos y elaboró el ranquin de los 30 batallones del país que concentran el 41 % de la totalidad de muertes ilegítimas. Así se descubrió que esas unidades militares tienen presencia en 23 departamentos y en las siete divisiones del Ejército.
De acuerdo con este informe, una especie de bitácora del fenómeno para las pesquisas que hoy adelanta la JEP, “el 48 % de las víctimas fueron hombres jóvenes entre los 18 y 30 años”. Del universo analizado, el 75 % se dedicaba a labores de campo y trabajos informales. Con ligeras variaciones. “Los oficios también mostraron cambios con el paso del tiempo. Las víctimas dedicadas a labores informales (tales como el mototaxismo o las ventas ambulantes) pasaron del 20 % entre 2002 y 2005, al 32 % entre 2006 y 2008”. En la caracterización del fenómeno se documentaron los crímenes de 41 indígenas de las etnias kankuama, wiwa y wayuu, así como los homicidios de 103 drogadictos que fueron presentados como guerrilleros o milicianos abatidos en combate. La victimización de los líderes sociales fue constante. Hubo estigmatización de la actividad política en regiones como Putumayo, Nariño y Caquetá.
Otro de los hallazgos se remite a la forma como los militares involucrados reclutaban a las víctimas, qué lógicas tuvieron y cómo ejecutaron planes para evitar que se descubriera. “Los traslados de las víctimas a otras zonas empezaron a hacerse frecuentes en 2006 y en divisiones como la Primera y la Segunda fueron mecanismos recurrentes. En la Primera División se trasladaba a las víctimas desde diferentes capitales y municipios de la costa Caribe y Cúcuta, mientras que en la Segunda lo hacían desde Bogotá y Soacha. En la Séptima División los traslados fueron más cortos: desde Medellín y áreas urbanas aledañas hacia zonas rurales. En todas las divisiones se presentaron formas de obtención de víctimas variadas, tales como la irrupción en lugares de residencia o trabajo, u operaciones conjuntas o acuerdos con grupos de autodefensa. Esta última cayó en desuso entre 2004 y 2005, debido a la desmovilización de tales grupos”, señala el informe.
El documento resalta que sin el impulso de las familias, los personeros o defensores del Pueblo habría sido imposible reconstruir este capítulo de horror, y que las confesiones que han entregado desde soldados hasta coroneles han sido piedra angular de la justicia “para establecer la responsabilidad de los superiores jerárquicos”. Pero documentar la verdad no ha sido sencillo y esta estadística lo corrobora: seis de cada 10 condenados son soldados. El documento de la Fiscalía y sus conexiones, contextos, testimonios y valoraciones resulta pertinente en la coyuntura de denuncias sobre la reaparición del fantasma de los falsos positivos. Mientras el comandante del Ejército, general Nicacio Martínez, capotea el temporal, y la Cancillería se cruza cartas y quejas con directivas del New York Times, la JEP avanza en sus pesquisas.