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Hace 25 años, por un balazo en la cabeza que recibió cuando huía por el tejado de una casa en Medellín, terminó la vida de Pablo Escobar Gaviria. Si fue la Policía, los Pepes, los del Cartel de Cali, los paramilitares, o todos juntos, desde ese día se afianzó su leyenda criminal y su lugar macabro en la historia. Libros, documentales, series para televisión, largometrajes, porque el mundo no deja de sorprenderse cuando se entera de todo lo que llegó a hacer el capo colombiano cuando dominaba a sus anchas, y lo que hizo cuando se vio acorralado por los buenos, los malos y los feos.
Es lo que corresponde a quienes cuentan historias. Pero a ellas debe agregarse siempre la memoria del daño causado. Antes que todo en vidas humanas, desde las anónimas de sus atentados terroristas, hasta las que dejaron en luto a la nación. Rodrigo Lara, Jaime Ramírez, Valdemar Franklin, Enrique Low Murtra, la lista es tan larga que no cabe en espacio alguno. Siguen haciendo falta Luis Carlos Galán y Guillermo Cano. Si se contaran también sus vidas y la de tantos hombres y mujeres sacrificados por Escobar y sus pares, con seguridad, hoy existiría una concepción menos injuriosa sobre Colombia.
(Vea: “El decomiso de Tranquilandia marcó su muerte”: hijo del coronel Jaime Ramírez Gómez)
Es largo y desolador el memorial de agravios contra Pablo Escobar y su círculo, por la violenta metamorfosis que causó en el tejido social. Pero su acometida mayor fue involucrar a los menores de edad en su cadena delincuencial. Antes del cartel de Medellín o Los Extraditables, los muchachos jugaban fútbol o montaban en bicicleta en las calles para imitar a Cochise. Pero en los sectores paupérrimos, entre los basureros, sus secuaces les enseñaron a drogarse, a traficar o matar, a sentirse aprendices del capo, como lo retrató el escritor Alonso Salazar en su obra: No nacimos pa semilla.
(Lea: “Pablo Escobar acabó mi mundo”: hija de Diana Turbay)
Una envenenada atmósfera asociada al otro legado infame de los carteles de la droga, con Escobar como pionero: ríos de dinero para alentar la corrupción. Primero a autoridades civiles, policiales o militares, con alta cuota de responsabilidad en el inri que carga Colombia por el mundo como productor de cocaína. Después, para untar congresistas, financiar campañas o comprar elecciones para acceder al poder político. Y finalmente, mimetizado en el circulante económico, desde sus empresas legales o de fachada, con multimillonarias transacciones. El país entero atravesado por la nefasta herencia del dinero fácil.
Otra manifestación crítica del patrimonio de ilegalidad que Pablo Escobar y sus pares dejaron a Colombia cobró forma desde su mal ejemplo de amedrentar a la justicia. Desde sus primeras andanzas, los jueces y magistrados fueron sus enemigos a muerte. Por eso ordenó asesinarlos, con una larga lista de inmolados que hoy pocos recuerdan. La justicia se alzó como un muro de contención para evitar su avalancha, pero primero fue arrasada, y después se le obligó a negociar con el crimen organizado desde la política de sometimiento, todo para que la impunidad saliera airosa y los capos salvaran sus fortunas.
(Para más información: “Nunca se hizo justicia”: hija del exmagistrado Hernando Baquero Borda)
La historia menuda de su chantaje con secuestros a bordo en la transición entre los gobiernos Barco y Gaviria, con decretos a la medida de sus exigencias y un panorama de outlet jurídico para llevarlo a la cárcel de La Catedral, el mismo día en que los delegatarios de la constituyente prohibieron la extradición en 1991, resume su capacidad de maniobra frente al Estado. Un maquiavélico ejemplo que se volvió recurso de distintos gobiernos para buscar el atajo de los incisos o los principios de oportunidad o los decretos de sometimiento, en el desesperado intento por apaciguar capos, lugartenientes o traquetos.
Y todavía hay más. La forma cómo Pablo Escobar y sus pares se involucraron directamente en el conflicto armado hasta convertirse en el combustible predilecto para multiplicarlo, también constituye una herencia funesta. No solo fue el Movimiento Muerte a Secuestradores (MAS), que con capitales del narcotráfico, incluidos los del cartel de Medellín, puso a andar en las regiones la máquina de la muerte diseminada por las autodefensas con apoyo de eslabones corruptos de las Fuerzas Armadas, sino también su onerosa mano oculta en graves hechos de incidencia nacional que dejaron heridas que no cicatrizan.
Al final de su existencia, Pablo Escobar había casado pelea contra todos. El Estado, la sociedad, los demás carteles de la droga, las autodefensas, Estados Unidos, hasta con sus antiguos socios. Eso explica por qué terminaron unidos para enfrentarlo. Una mixtura de enemigos para encarar a un capo sin límites que fue capaz de reinar a sus anchas entre los clanes mafiosos. Las oficinas de cobro, de su inventiva criminal, lo convirtieron en el soberano de los bandidos y, entre las cloacas de la sociedad, este perverso modelo terminó por acuñarse en diversas ciudades: el talión de los ajustes de cuentas al mejor postor.
Un capo que demostró cómo una organización mafiosa se construye desde el gatillo, el soborno y la política, con un objetivo mayor: garantizar impunidad. Con saldo favorable a sus cuentas porque, en términos históricos, el lastre no pudo ser peor. De sus incontables crímenes, además de la impotencia de sus víctimas, doblemente golpeadas al no recibir apoyo o reparación, con escasas excepciones nadie fue castigado. A través de la intimidación, del consejo de costosos abogados o de estratégicos alfiles políticos, su mano negra en los enredos procesales logró que su deuda con la justicia se tornara impagable.
Hoy, un cuarto de siglo después, la caída de Pablo Escobar, al día siguiente de su cumpleaños número 44, invita a pensar que, antes de referir su itinerario de acciones y osadías como delincuente mayor, cabe más recordar su infame influencia. Con un agravante: su historia acaparada por narcoterroristas confesos como John Jairo Velásquez, alias Popeye, mientras otros de su misma calaña se suman al coro de relatores de sus hazañas criminales. No es culpa del mundo que quiera seguir oyendo sus peripecias ilegales, pero sí responsabilidad de una sociedad que se olvidó de sus víctimas.