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El último diagnóstico médico de Mary Orozco dice que la joven de 24 años, pelo lacio y cortico, piel blanca, ojos pequeños y frente amplia, padece trastorno afectivo bipolar, depresión aguda y episodios psicóticos. El último diagnóstico de su novio, José David Sánchez, señala que sufre de depresión y trastorno de sueño. Los dos son “pacientes psiquiátricos”, como dice Mary, desde la sala de la casa de su mamá, en el barrio Manrique de Medellín. Justo al lado, en una habitación pequeñita con baño, cocina y biblioteca, viven los novios desde hace cuatro años. Viven con sus libros de derecho, política y psiquiatría. Viven con los insomnios prolongados de José y el sueño inagotable de Mary, que la ha mantenido hasta tres días seguidos tendida en la cama. Viven con las obsesiones de José que sólo usa pantalones de una marca y preferiblemente camisas de fondo entero, que no come carne ni transgénicos, y con los miedos de Mary, que no va sola ni al baño. Viven con sus enfermedades, su amor y su soledad. “Si yo a veces odio al mundo, José odia a todos los planetas enteros”, dice Mary con una sonrisa y José, tímido, se la corresponde.
Se conocieron en la Universidad de Antioquia. Él estudiaba ciencias políticas y ella derecho. “Fue en 2007, en unas jornadas por la vida y la libertad”, cuenta José. “Él era pelilargo”, dice Mary. “Una vez yo estaba sentado y ella llegó a hablarme”. “Tenías el libro Leviatán en las manos, ¿te acuerdas, amor?”. “Ella era muy alborotada. Hablaba duro y se reía por toda la facultad. Se acercó y me dijo, ‘tenemos que hablar... nos están inventando un chisme’”. “Luego nos volvimos a ver en la sala de cómputo”. “No quería ser mi novia. Yo la invitaba a cine y me decía que le daba pereza”. “José me pretendió un año”. “El día en que la ayudé a cambiarse de casa, me dijo ‘esta habitación no sólo es para mí, también es para usted’”. Se fueron a vivir juntos.
Cuando se conocieron Mary estaba en el que ella llama el “tercer período de mi supuesta enfermedad”. El primero había sido en la niñez, el período de la agresividad con ella y con sus compañeros de clases: el de golpearse contra las paredes, arrancarse el pelo y comerse las uñas hasta sangrar; el de lastimar con las puntas afiladas de los lápices a los niños que no obedecían sus caprichos, el de amenazar a su compañero Byron con un bisturí porque no quería cantarle una canción de Willie Colón; el de la soledad, porque nadie quería ser amigo de la niña que se ponía histérica si le arrugaban los cuadernos, que no soportaba esos juegos de niñitos bobos que jugaban sus compañeros, que era dominante y mandona. “Odiaba a todo el mundo. Sentía una frustración, una ira, que se apoderaba y se sigue apoderando de mí de tal forma que pierdo el conocimiento. Cuando regreso, me duele la cabeza, mi cuerpo necesita descansar”.
Ahí empezó el periplo por los especialistas. Primero una psicóloga del colegio Vicarial, que recomendó llevarla al psiquiatra. Luego un psiquiatra de la EPS, que ni siquiera le preguntó cómo se sentía y se limitó a formularle unas pastillas llamadas ritalina que la dejaban aturdida, callada, “como ida”, dice su mamá María Aliria Arredondo, quien también está sentada en la sala. Antes María Aliria había dicho que el comienzo de la enfermedad de su hija podría haber sido por su separación, cuando la niña tenía tres años, pero Mary la interrumpió y casi gritando aseguró que no era cierto, que ella no tenía papá —aunque sí tenga y viva en Armenia—.
La segunda etapa de la enfermedad fue la depresión, la más profunda depresión que la postró en una cama y la llevó, por primera vez, a ser hospitalizada. “Me sentía diferente a los otros. Me engordé. Era fea”. En este período cumplió los 15 años; conoció a Alejandro, su primer novio; estuvo en los scouts y se cambió de casa, de Manrique (“el barrio en el que vivimos toda la vida como pobres, pero felices”) a Itagüí, donde la vida se hizo insoportable. Su mamá, sola, sostenía a una familia de cinco y la plata no volvió a alcanzar. Terminaron en la ruina y a Mary la vida se hizo más oscura. Sólo quería dormir —sólo quiere dormir— “para no pensar, para escapar”. En ese entonces ya estaba en la universidad, estudiando derecho, “una carrera que odio con toda mi alma, mi cuerpo, mi ser”, pero que se obligó a terminar como una especie de castigo. Lloraba días completos. “Si no me suicidé fue porque sabía que tenía que trabajar para que mi mamá no se muriera de hambre”.
Y el tercer período es el que está viviendo hoy. Aquí, en esta sala, con su mamá valiente y paciente a un costado, regañándola porque se está atreviendo a decir que “todos deberíamos tener el derecho a suicidarnos... para mí no habría nada mejor que no estar aquí, se me acabarían las deudas y se me quitaría el sueño”. Y José diciendo al otro lado de la sala: “Así como una persona tiene derecho a ser feliz, nosotros tenemos derecho a ser infelices, a vivir de esa manera”. Según Mary, su novio tiene un listado de por lo menos 800 formas de suicidarse “para el día en que se decida, ya saber cómo hacerlo”.
Mary trabaja en un call center. Un año atrás decidió dejar las medicinas porque “mi cuerpo no las soportaba más”. Seis meses después tuvo que ir a urgencias: llegó temblando y con un dolor de cabeza insoportable. José, en cambio, lleva un año sin tomar el tratamiento; renunció a él porque se cansó de seguirle el juego a este sistema de salud de largas filas, de negativas, de trámites interminables. Ahora la fórmula médica dice que Mary se debería tomar un coctel de once pastillas al día, pero sólo consume wellbutrin, que la mantiene estable, que le produce un zumbido en el oído que no cesa nunca.
Mary y José viven en una pequeña habitación y allí pasan la mayoría del tiempo solos. Solos, porque sienten que nadie más es capaz de comprender sus mentes. Solos con sus miedos y sus obsesiones, con sus insomnios y su amor.
* Mary Orozco le envió un e-mail a Piedad Bonnett luego de leer su libro, narrándole su propio drama. Intercambiaron varios correos y más tarde se conocieron en Medellín, en la Feria del Libro.
cgutierrez@elespectador.com
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