Salam, testigo de dos mundos
La historia detrás del creador de Fundamental Colombia, organización que lucha por el reconocimiento de los derechos de las personas con discapacidad mental.
Pablo Correa
Un estrecho cuarto, en el segundo piso de una casa en el barrio Galán de Bogotá, es la trinchera desde la que Salam Gómez libra una batalla descomunal contra la psiquiatría moderna. Apenas caben unos pocos estantes de libros, dos sillas y un escritorio. La estrechez no parece incomodar a Sayo, un perro de raza Shitzu, que siempre encuentra un rincón vacío para descansar.
Uno de los estantes de la biblioteca está repleto de souvenirs. Pedazos diminutos de los viajes que Salam ha hecho por Latinoamérica, Europa y África dictando conferencias y capacitando personas para que luchen por sus derechos como pacientes. Salam se acerca a ellos y toma entre las manos una cerámica en forma de pegaso:
—Es la única cerámica que he hecho. Odio las cerámicas. Eso es lo único que mucha gente cree que puede hacer una persona con discapacidad psicosocial.
Hace cuatro años creó una organización que bautizó FundaMental Colombia. Su objetivo es luchar por el reconocimiento de los derechos de las personas con enfermedades mentales.
“En el caso de la discapacidad física, de los ciegos o los sordos, las barreras están en el entorno. En la discapacidad psicosocial, la barrera más grande es el estigma”, dice.
Su destino habría sido otro si no hubiera sido por aquel 11 de septiembre de 2001. El mismo día en que dos aviones Boeing se estrellaban contra las Torres Gemelas en Nueva York, Salam experimentaba su “primera crisis”.
Comenzó con una tristeza y llanto incontrolables. Luego fueron puntos ardientes por todo el cuerpo. Como cigarrillos apagándose sobre su piel. Se sintió capaz de adivinar números de la lotería. De leer el aura de sus compañeros en la Universidad del Rosario.
Sus papás lo llevaron a un hospital que prefiere no nombrar. En la historia clínica quedaron consignados algunos antecedentes: dormía pocas horas a la semana, estudiaba de día y trabajaba de noche, las deudas lo aquejaban, hacía poco había terminado con su novia y su padre atravesaba problemas de salud.
“Lo único que hicieron en esa clínica fue fundirme”, recuerda Salam. Estuvo internado 15 días y al salir no tardó en intentar retomar su ajetreado ritmo de vida. “No estoy loco”, se repetía pero al mismo tiempo comenzaba a replantearse sus ideas sobre la enfermedad y la salud, sobre lo normal y lo anormal.
Los psiquiatras que visitó no coincidían en el diagnóstico: depresión, bipolaridad, trastorno esquizoide afectivo. Un nuevo diagnóstico significaba un nuevo medicamento: litio, antipsicóticos, moduladores del afecto, benzodiazepinas, medicamentos para el sueño. Llegó a tomar hasta 16 pastillas al día. “Empecé a dejar de ser yo”, dice. Abandonó el fútbol y su rendimiento académico empeoró. “Lo único que quería era dormir”. Sin poder trabajar y estudiar al mismo ritmo de antes, perdió la beca en la universidad, las deudas comenzaron a aumentar. Se acercaba la “segunda crisis”.
Fue distinta a la primera. Menos dramática. Se despidió de amigos y familiares sin ninguna explicación. Practicó rituales que para él tenían un sentido de purificación: purgas, limpiezas, meditación. Y cuando se sintió listo, vestido todo de blanco, salió a caminar por la sabana de Bogotá. La travesía duró siete días. Pasó por Tabio, Subachoque, Cajicá, El Rosal y muchas veredas. Se alimentó de pasto y flores. La sed la calmó con su propia orina o agua. Recuerda, entre risas, que le dedicó muchos momentos a hablar con las vacas: “Era como estar sintonizado en otra frecuencia”.
El séptimo día llegó a Faca. El espejo de una panadería del pueblo le devolvió una imagen para la que no estaba preparado: la de un hombre sucio, flaco, desaliñado, barbado, con un vestido raído. Llamó a sus padres una vez más y les pidió que lo llevaran a una clínica.
“Esa segunda hospitalización fue impactante. Me cambió por completo el chip”, cuenta. Durante los dos meses que estuvo internado vio cómo se violaban los derechos de muchos pacientes; dice que vio tortura, sobremedicación y experimentación con medicamentos, aislamiento, internación forzada. Recuerda el cuerpo pesado por las altas dosis de medicamentos. Recuerda que babeaba todo el día. Caminar le costaba trabajo. La ropa se le escurría. “O me saca de aquí o me escapo y no me vuelven a ver”, le dijo a su madre.
Pasaron muchos meses y años de desorientación e incertidumbre. Pero poco a poco fue descubriendo un nuevo rumbo para su vida.
Concluyó que luchar por los derechos de las personas que como él convivían con alguna condición mental valía la pena. Primero, lo hizo a través de la Asociación de Bipolares de Colombia y luego a través de la Red Colombiana de Universidades por la Discapacidad, trabajando con maestros y estudiantes y administrativos. En 2007 la Agencia Sueca para la Cooperación de Desarrollo Internacional lo invitó a capacitarse en Estocolmo.
Más adelante participó activamente en los debates sobre la ley 1306 que se aprobó en 2009, aunque no quedó muy satisfecho con lo aprobado en el Congreso. También presionó para que el país ratificara la Convención de Naciones Unidas sobre personas con discapacidad. Ahora, a través de FundaMental, procura que las personas que se acercan en busca de asesoría descubran que existen alternativas de vida distintas a una clínica psiquiátrica. En los últimos meses se ha vinculado como asesor a un programa del Ministerio de Salud y Protección Social, Nodos Comunitarios, a través del que se busca trabajar conjuntamente con personas con distintas discapacidades mentales.
Mientras habla sobre esa otra forma de entender la enfermedad como parte de la vida, de las estrategias para pilotear las crisis y seguir adelante, su compañera Mayo entra en el estrecho cuarto y deja sobre la mesa una bandeja con aguas aromáticas que cultiva en el jardín de la casa. Salam dice que es ella la primera en notar cambios en su comportamiento y que anuncian una crisis. Entonces sabe que es hora de bajarle al estrés, revisar la dosis de medicamentos, regularse, antes de volver al ruedo.
La claridad con que habla de este tema, la vitalidad con que defiende sus convicciones, la lucidez que le han dejado tantas batallas, hacen creer que sí es posible un cambio como el que sueña.
* Piedad Bonnett conoció a Salam por razones profesionales, mientras hacía un trabajo para una conocida fundación.
pcorrea@elespectador.com
Lea también sobre el especial de salud mental:
Esa otra mirada que también es suya
Un estrecho cuarto, en el segundo piso de una casa en el barrio Galán de Bogotá, es la trinchera desde la que Salam Gómez libra una batalla descomunal contra la psiquiatría moderna. Apenas caben unos pocos estantes de libros, dos sillas y un escritorio. La estrechez no parece incomodar a Sayo, un perro de raza Shitzu, que siempre encuentra un rincón vacío para descansar.
Uno de los estantes de la biblioteca está repleto de souvenirs. Pedazos diminutos de los viajes que Salam ha hecho por Latinoamérica, Europa y África dictando conferencias y capacitando personas para que luchen por sus derechos como pacientes. Salam se acerca a ellos y toma entre las manos una cerámica en forma de pegaso:
—Es la única cerámica que he hecho. Odio las cerámicas. Eso es lo único que mucha gente cree que puede hacer una persona con discapacidad psicosocial.
Hace cuatro años creó una organización que bautizó FundaMental Colombia. Su objetivo es luchar por el reconocimiento de los derechos de las personas con enfermedades mentales.
“En el caso de la discapacidad física, de los ciegos o los sordos, las barreras están en el entorno. En la discapacidad psicosocial, la barrera más grande es el estigma”, dice.
Su destino habría sido otro si no hubiera sido por aquel 11 de septiembre de 2001. El mismo día en que dos aviones Boeing se estrellaban contra las Torres Gemelas en Nueva York, Salam experimentaba su “primera crisis”.
Comenzó con una tristeza y llanto incontrolables. Luego fueron puntos ardientes por todo el cuerpo. Como cigarrillos apagándose sobre su piel. Se sintió capaz de adivinar números de la lotería. De leer el aura de sus compañeros en la Universidad del Rosario.
Sus papás lo llevaron a un hospital que prefiere no nombrar. En la historia clínica quedaron consignados algunos antecedentes: dormía pocas horas a la semana, estudiaba de día y trabajaba de noche, las deudas lo aquejaban, hacía poco había terminado con su novia y su padre atravesaba problemas de salud.
“Lo único que hicieron en esa clínica fue fundirme”, recuerda Salam. Estuvo internado 15 días y al salir no tardó en intentar retomar su ajetreado ritmo de vida. “No estoy loco”, se repetía pero al mismo tiempo comenzaba a replantearse sus ideas sobre la enfermedad y la salud, sobre lo normal y lo anormal.
Los psiquiatras que visitó no coincidían en el diagnóstico: depresión, bipolaridad, trastorno esquizoide afectivo. Un nuevo diagnóstico significaba un nuevo medicamento: litio, antipsicóticos, moduladores del afecto, benzodiazepinas, medicamentos para el sueño. Llegó a tomar hasta 16 pastillas al día. “Empecé a dejar de ser yo”, dice. Abandonó el fútbol y su rendimiento académico empeoró. “Lo único que quería era dormir”. Sin poder trabajar y estudiar al mismo ritmo de antes, perdió la beca en la universidad, las deudas comenzaron a aumentar. Se acercaba la “segunda crisis”.
Fue distinta a la primera. Menos dramática. Se despidió de amigos y familiares sin ninguna explicación. Practicó rituales que para él tenían un sentido de purificación: purgas, limpiezas, meditación. Y cuando se sintió listo, vestido todo de blanco, salió a caminar por la sabana de Bogotá. La travesía duró siete días. Pasó por Tabio, Subachoque, Cajicá, El Rosal y muchas veredas. Se alimentó de pasto y flores. La sed la calmó con su propia orina o agua. Recuerda, entre risas, que le dedicó muchos momentos a hablar con las vacas: “Era como estar sintonizado en otra frecuencia”.
El séptimo día llegó a Faca. El espejo de una panadería del pueblo le devolvió una imagen para la que no estaba preparado: la de un hombre sucio, flaco, desaliñado, barbado, con un vestido raído. Llamó a sus padres una vez más y les pidió que lo llevaran a una clínica.
“Esa segunda hospitalización fue impactante. Me cambió por completo el chip”, cuenta. Durante los dos meses que estuvo internado vio cómo se violaban los derechos de muchos pacientes; dice que vio tortura, sobremedicación y experimentación con medicamentos, aislamiento, internación forzada. Recuerda el cuerpo pesado por las altas dosis de medicamentos. Recuerda que babeaba todo el día. Caminar le costaba trabajo. La ropa se le escurría. “O me saca de aquí o me escapo y no me vuelven a ver”, le dijo a su madre.
Pasaron muchos meses y años de desorientación e incertidumbre. Pero poco a poco fue descubriendo un nuevo rumbo para su vida.
Concluyó que luchar por los derechos de las personas que como él convivían con alguna condición mental valía la pena. Primero, lo hizo a través de la Asociación de Bipolares de Colombia y luego a través de la Red Colombiana de Universidades por la Discapacidad, trabajando con maestros y estudiantes y administrativos. En 2007 la Agencia Sueca para la Cooperación de Desarrollo Internacional lo invitó a capacitarse en Estocolmo.
Más adelante participó activamente en los debates sobre la ley 1306 que se aprobó en 2009, aunque no quedó muy satisfecho con lo aprobado en el Congreso. También presionó para que el país ratificara la Convención de Naciones Unidas sobre personas con discapacidad. Ahora, a través de FundaMental, procura que las personas que se acercan en busca de asesoría descubran que existen alternativas de vida distintas a una clínica psiquiátrica. En los últimos meses se ha vinculado como asesor a un programa del Ministerio de Salud y Protección Social, Nodos Comunitarios, a través del que se busca trabajar conjuntamente con personas con distintas discapacidades mentales.
Mientras habla sobre esa otra forma de entender la enfermedad como parte de la vida, de las estrategias para pilotear las crisis y seguir adelante, su compañera Mayo entra en el estrecho cuarto y deja sobre la mesa una bandeja con aguas aromáticas que cultiva en el jardín de la casa. Salam dice que es ella la primera en notar cambios en su comportamiento y que anuncian una crisis. Entonces sabe que es hora de bajarle al estrés, revisar la dosis de medicamentos, regularse, antes de volver al ruedo.
La claridad con que habla de este tema, la vitalidad con que defiende sus convicciones, la lucidez que le han dejado tantas batallas, hacen creer que sí es posible un cambio como el que sueña.
* Piedad Bonnett conoció a Salam por razones profesionales, mientras hacía un trabajo para una conocida fundación.
pcorrea@elespectador.com
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Esa otra mirada que también es suya