Un psiquiatra descarriado
El español Diego Figuera no cree en el poder curativo de los manicomios, sino en aplicar menos fármacos y más terapia. Perfil de un médico para quien ser amigo de sus pacientes no es un pecado y de una corriente tan señalada como elogiada.
Mariana Escobar Roldán
En psiquiatría hay dos caminos. El tradicional, el del aislamiento y los fármacos, y otro tan nuevo como criticado, que reduce las dosis de medicamentos y las acompaña con terapias, diálogo y presencia de las familias. Diego Figuera, español, psiquiatra, amigo de sus pacientes y amante del arte y los libros, desafió a la vieja escuela y siguió por la temida segunda vía, la oveja negra de su profesión.
Según dice, su vocación por este camino resultó de una mezcla entre lo artístico y lo biológico, entre lo que querían su madre y su padre. Él, Diego Figuera padre, fue el primer cirujano cardiovascular de Madrid en realizar un trasplante de corazón. Ella, licenciada en bellas artes y maestra de secundaria, le enseñó de pintura y museos.
Mientras tanto, su hijo adolescente resolvía líos de amor colegiales y perfeccionaba con sus compañeros de clase la técnica de escuchar a otros y hablar por ellos. Lo curioso es que al terminar la secundaria no quiso ser ni médico, ni artista, ni entrar a una facultad de psicología, bastante desprestigiada en la España de mediados del siglo pasado.
Más bien, como era joven para decidir, pero hábil dibujando y con las matemáticas, fue directo a la sugerencia de su padre: sería arquitecto, construiría edificios en su mente y los pondría en el papel.
Sin embargo, eran los años 80 y Madrid vivía la transición del franquismo a la democracia. En las universidades brotaba cambio, revivían viejos ídolos silenciados por la dictadura, y fue así, en ese ambiente progresista, como llegó Sigmund Freud a la vida de Diego Figuera.
Con el psicoanálisis hasta en los poros no dudó en cambiarse a medicina y más tarde en estudiar psiquiatría en el sistema público que, a diferencia del privado, tenía fundamentos en sicoterapia y sugería alternativas distintas al manicomio.
Su residencia la hizo en el Hospital Central de la Cruz Roja, en la capital española, donde vio cómo era posible una atención en la que las familias de los pacientes hicieran parte de su recuperación, en la que el encierro era la última elección y los fármacos, dosificados.
En ese entonces, cuando la psiquiatría comunitaria le llamó la atención. Esta corriente y la tradicional se consideraban tan opuestas, estaban tan politizadas por los rezagos del franquismo, que si un médico de un lado asistía a una conferencia del otro se le veía como traidor.
Pese a las presiones sociales del mundillo de la psiquiatría española, Figuera siguió andando por la segunda vía. “De pequeño, me movía que papá nunca estaba en casa porque, según mamá, estaba salvando a la gente. Me pareció fascinante poder ayudar a la gente desde la ciencia y trabajar en un campo en pleno desarrollo. Ahora me mantiene lo que me devuelven los pacientes cuando les ayudo”.
Mientras avanzaba en su carrera, las asperezas se fueron eliminando y la psiquiatría de vieja data fue aceptando los atributos de la comunitaria, al punto de que en la lucha por transformar la atención en salud mental de España se logró que la mayoría de pacientes fueran a clínicas públicas en las que médicos como Figuera les ofrecen un tratamiento poco convencional.
Es inusual simplemente porque no está centrado en los fármacos, sino en las necesidades del paciente. El médico escucha su historia, intenta comprender sus síntomas dentro de su contexto y trata de sacarlo del medio hospitalario, a donde generalmente ingresa de manera involuntaria.
Lo que viene luego es el proceso terapéutico entre el paciente, la familia y el médico comunitario, y que tiene lugar, al menos en Madrid, en unos centros de atención gratuitos donde los pacientes recuperan su estilo de vida, van al cine, practican deportes y reciben clases. Esto se combina con medicación, monitoreada y dosificada por el personal médico, hasta que vuelven a sus entornos, donde continúan el tratamiento por los años que sea necesario.
Por este camino es muy probable que el psiquiatra termine afectándose por las historias de sus pacientes. “Error médico”, dirían algunos, pero para Diego Figuera no lo es. “Esas vidas y esos relatos me duelen, o me fastidian, o me apenan, o me dan rabia o me crean impotencia. Tampoco olvido a ninguno de los que pasan por mi consultorio, porque si fuera así no habría aprendido de ellos”.
Si bien lo han tachado de que con su modelo se deja llevar por los sentimientos, de que negocia con locos y de que sus dosis son muy bajas, este psiquiatra se ha ganado el afecto y el respeto de decenas de pacientes a quienes ha salvado del abismo, sin temor a sobrepasar la gran barrera entre el médico y el enfermo. No en vano, en 2012 la Confederación Española de Agrupaciones de Familiares y Personas con Enfermedad Mental les concedió a él y a su equipo del Hospital de Día Ponzano el Premio Jaime Albert Solana. Sin duda, un espaldarazo de los pacientes a su trabajo.
* La actual pareja de Diego Figuera es una vieja amiga de Piedad Bonnett, quien se lo presentó en Madrid después de la muerte de su hijo Daniel.
marianaescobar91@gmail.com
Lea también sobre el especial de salud mental:
Esa otra mirada que también es suya
En psiquiatría hay dos caminos. El tradicional, el del aislamiento y los fármacos, y otro tan nuevo como criticado, que reduce las dosis de medicamentos y las acompaña con terapias, diálogo y presencia de las familias. Diego Figuera, español, psiquiatra, amigo de sus pacientes y amante del arte y los libros, desafió a la vieja escuela y siguió por la temida segunda vía, la oveja negra de su profesión.
Según dice, su vocación por este camino resultó de una mezcla entre lo artístico y lo biológico, entre lo que querían su madre y su padre. Él, Diego Figuera padre, fue el primer cirujano cardiovascular de Madrid en realizar un trasplante de corazón. Ella, licenciada en bellas artes y maestra de secundaria, le enseñó de pintura y museos.
Mientras tanto, su hijo adolescente resolvía líos de amor colegiales y perfeccionaba con sus compañeros de clase la técnica de escuchar a otros y hablar por ellos. Lo curioso es que al terminar la secundaria no quiso ser ni médico, ni artista, ni entrar a una facultad de psicología, bastante desprestigiada en la España de mediados del siglo pasado.
Más bien, como era joven para decidir, pero hábil dibujando y con las matemáticas, fue directo a la sugerencia de su padre: sería arquitecto, construiría edificios en su mente y los pondría en el papel.
Sin embargo, eran los años 80 y Madrid vivía la transición del franquismo a la democracia. En las universidades brotaba cambio, revivían viejos ídolos silenciados por la dictadura, y fue así, en ese ambiente progresista, como llegó Sigmund Freud a la vida de Diego Figuera.
Con el psicoanálisis hasta en los poros no dudó en cambiarse a medicina y más tarde en estudiar psiquiatría en el sistema público que, a diferencia del privado, tenía fundamentos en sicoterapia y sugería alternativas distintas al manicomio.
Su residencia la hizo en el Hospital Central de la Cruz Roja, en la capital española, donde vio cómo era posible una atención en la que las familias de los pacientes hicieran parte de su recuperación, en la que el encierro era la última elección y los fármacos, dosificados.
En ese entonces, cuando la psiquiatría comunitaria le llamó la atención. Esta corriente y la tradicional se consideraban tan opuestas, estaban tan politizadas por los rezagos del franquismo, que si un médico de un lado asistía a una conferencia del otro se le veía como traidor.
Pese a las presiones sociales del mundillo de la psiquiatría española, Figuera siguió andando por la segunda vía. “De pequeño, me movía que papá nunca estaba en casa porque, según mamá, estaba salvando a la gente. Me pareció fascinante poder ayudar a la gente desde la ciencia y trabajar en un campo en pleno desarrollo. Ahora me mantiene lo que me devuelven los pacientes cuando les ayudo”.
Mientras avanzaba en su carrera, las asperezas se fueron eliminando y la psiquiatría de vieja data fue aceptando los atributos de la comunitaria, al punto de que en la lucha por transformar la atención en salud mental de España se logró que la mayoría de pacientes fueran a clínicas públicas en las que médicos como Figuera les ofrecen un tratamiento poco convencional.
Es inusual simplemente porque no está centrado en los fármacos, sino en las necesidades del paciente. El médico escucha su historia, intenta comprender sus síntomas dentro de su contexto y trata de sacarlo del medio hospitalario, a donde generalmente ingresa de manera involuntaria.
Lo que viene luego es el proceso terapéutico entre el paciente, la familia y el médico comunitario, y que tiene lugar, al menos en Madrid, en unos centros de atención gratuitos donde los pacientes recuperan su estilo de vida, van al cine, practican deportes y reciben clases. Esto se combina con medicación, monitoreada y dosificada por el personal médico, hasta que vuelven a sus entornos, donde continúan el tratamiento por los años que sea necesario.
Por este camino es muy probable que el psiquiatra termine afectándose por las historias de sus pacientes. “Error médico”, dirían algunos, pero para Diego Figuera no lo es. “Esas vidas y esos relatos me duelen, o me fastidian, o me apenan, o me dan rabia o me crean impotencia. Tampoco olvido a ninguno de los que pasan por mi consultorio, porque si fuera así no habría aprendido de ellos”.
Si bien lo han tachado de que con su modelo se deja llevar por los sentimientos, de que negocia con locos y de que sus dosis son muy bajas, este psiquiatra se ha ganado el afecto y el respeto de decenas de pacientes a quienes ha salvado del abismo, sin temor a sobrepasar la gran barrera entre el médico y el enfermo. No en vano, en 2012 la Confederación Española de Agrupaciones de Familiares y Personas con Enfermedad Mental les concedió a él y a su equipo del Hospital de Día Ponzano el Premio Jaime Albert Solana. Sin duda, un espaldarazo de los pacientes a su trabajo.
* La actual pareja de Diego Figuera es una vieja amiga de Piedad Bonnett, quien se lo presentó en Madrid después de la muerte de su hijo Daniel.
marianaescobar91@gmail.com
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