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Como el dictador desvanecido de El otoño del patriarca, el único consuelo posible para Dilma Rousseff es recostarse sobre el suelo, aterida y abandonada, y esperar que el enemigo formule el primer golpe. Que aparezca ante la puerta una noche, ante la mar vaciada, y la arrastre del púlpito de su poder sin ningún tacto. En su caso, los ataques han tenido cierto carácter sabio: se han pergeñado de manera paulatina, como un desmoronamiento continuo. En otro tiempo, Rousseff había sido la presidenta cuyo capital político se basaba en las masas que la alababan como la heredera de Luiz Inácio Lula da Silva, su predecesor, la vara que tendría que superar.
Pero desde finales del año pasado, su caída se gestó primero como un rumor y luego como una certeza. Eran rumores y peticiones sin, al parecer, ninguna consecuencia tangible: senadores aquí y allá formulaban un posible juicio político en su contra. Luego, en los primeros meses de 2016, las peticiones murmuradas se convirtieron en mandato audible: el presidente de la Cámara de Diputados aprobó el impeachment en su contra. La acusaban de haber maquillado las cuentas fiscales de su gobierno en 2014 (un cargo que no es calificado como corrupción): es decir, utilizó dinero de los bancos públicos para que los registros de su presidencia parecieran equilibrados y precisos.
El 17 de abril, la Cámara de Diputados cumplió la primera votación en medio de serpentinas y banderas colgadas sobre los hombros de sus adversarios. Para ese entonces, Rousseff reconocía cuán sola estaba: el PMDB, la formación con la que había hecho coalición en su presidencia, le retiró su apoyo y anunció que votaría a favor de su juicio político. A la fuga del PMDB, al que pertenece el vicepresidente (hoy presidente encargado) Michel Temer, y al que pertenecían siete de sus ministros, siguió la de miembros del PP, el PSD y el PR, partidos todos que habían encontrado un abrigo en el Partido de los Trabajadores (PT), la formación de Rousseff, tras su victoria.
Era fácil darse cuenta, sin embargo, de que el círculo que rodeaba a Rousseff, como un grupo de cazadores que cierran el camino a su presa, era ahora el ala en que debían abrigarse: a Eduardo Cunha, que votó un sí apasionado el 17 de abril, se sumaban el expresidente Fernando Collor de Mello (que se retiró de su cargo por acusaciones de corrupción), José Serra (miembro del PSDB, otra formación que se escapó de las manos de Rousseff) y el expresidente Fernando Henrique Cardoso. Tras ellos, cientos de diputados y senadores votarían por el sí. Por más sumas que hacía, Rousseff estaba destinada al fracaso.
Y así fue: en la Cámara de Diputados, 367 votaron a favor de su juicio político y 137 en contra. Entonces vino la votación en el Senado. Los números tampoco daban. Sondeos previos entre los senadores señalaron lo que entonces pasaría: que Rousseff sería suspendida por 180 días y que Temer tomaría su lugar. Atrás habían quedado los tiempos en que Temer decía con resolución: “No es que lo vea lejano (el impeachment), es que es imposible”. Tiempos en que decía: “Un cambio en la Presidencia generaría inestabilidad y sería negativo para Brasil”. José Eduardo Cardozo, el abogado de Rousseff, se procuró una última ilusión: pedirle al Tribunal Supremo que anulara el impeachment por vicios de forma. El Tribunal Supremo rechazó su petición.
El 12 de mayo, en un ambiente de más calma y elegancia, los senadores votaron: 55 a favor del impeachment, 22 en contra. Entonces Rousseff salió del cargo mientras era investigada por el Senado y el Tribunal Supremo, y Temer, que semanas atrás había preparado un grupo de ministros con la certeza de que Rousseff sería retirada del cargo, asumió la Presidencia en medio de un ambiente volátil de desempleo y pretendida conjura política. Convencido de la caída de Rousseff, ya había incluso preparado su discurso de inauguración semanas antes de su suspensión. Encontró resistencia —por ejemplo, de los sectores culturales—, pero en general su llegada fue bienvenida: la clase política que antaño había sido derrotada por el PT volvía a regentar los puestos que les habían arrebatado.
Fue justo allí donde Rousseff perdió más adeptos: entre su base de votantes. Aquellos que la eligieron, la abandonaron: cifras recogidas por la BBC apuntan que tres de cada cinco brasileños la quieren fuera. En la última manifestación a su favor había cerca de 1.500 personas de su lado. El electorado en Brasil supera los 142 millones. Quizá por ello la votación del 9 y el 10 de agosto, la primera que hacía el Senado sobre las acusaciones a Rousseff, parecía predecible: 59 votos a favor de su juicio, 21 en contra. La siguiente votación ocurrirá entre el martes y miércoles de la próxima semana y es muy probable que los resultados sean similares (51 senadores ya anunciaron su voto a favor y son necesarios 54). Rousseff insiste en que es un golpe de Estado, que las acusaciones en su contra no remiten a un juicio político, que perseverará. En abril, ante Naciones Unidas, dijo en su discurso que “la democracia está en peligro”. No tuvo mucho efecto: salvo los gobiernos de Nicolás Maduro y Rafael Correa, ningún otro gobierno en América Latina se ha pronunciado a su favor. En cambio han decidido que cada pueblo debe resolver su democracia. Y después, silencio.