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A nadie le sorprende que Luis Bedoya, el expresidente de la Federación Colombiana de Fútbol, se haya declarado culpable ante la Fiscalía estadounidense por los delitos de fraude en transferencia bancaria y conspiración de soborno. Todos sospechábamos que el fútbol colombiano no podía estar exento de esa corrupción masiva que contagió todos los rincones de la FIFA. Ojalá esta sea una oportunidad para que la transparencia llegue al deporte rey, pero hay suficientes indicios para ser pesimistas.
Desde antes de que se diera la renuncia de Bedoya a la Federación, el pasado nueve de noviembre, ya rondaban los rumores de su responsabilidad en los casos de corrupción que la Fiscalía de EE.UU., el FBI y la fiscal del Distrito Este de Nueva York han venido desmantelando. Ahora tenemos claro que Bedoya participó en el pago de sobornos para direccionar los contratos de mercadeo y derechos de transmisión de al menos dos grandes eventos deportivos en Suramérica: la Copa Libertadores y la Copa América. Vergonzoso.
Las palabras de Loretta Lynch, la fiscal, resumen el fondo del asunto: “No contentos con secuestrar el deporte más popular del mundo por décadas con ganancias ilícitas, estos acusados trataron de institucionalizar su corrupción para asegurarse de que podían vivir de ella, no por el bien del juego, sino para su propio engrandecimiento personal y el aumento de su riqueza”. Junto con Bedoya, otros 15 exdirectivos de la FIFA se comprometieron a devolver US$40 millones a las autoridades de EE.UU.
¿Qué tanto de lo que hizo Bedoya estaba “institucionalizado” en la Federación Colombiana de Fútbol y el rentado nacional? Por supuesto, los directivos colombianos se han lavado las manos. “[Bedoya] deberá regresar al país y explicarnos qué fue lo que sucedió”, le dijo a El Espectador Jorge Perdomo, cuando asumió la presidencia de la Dimayor. El jueves también dijo, en nombre de la Federación y de la Dimayor, que “nada nos puede contaminar; estamos absolutamente libres de pecado”. Y se comprometió a una reforma a los estatutos para asegurar el manejo de los equipos con ética y transparencia.
Ojalá así sea, pero cuesta creer que Bedoya haya actuado solo, y que éste no sea apenas el síntoma de una enfermedad mucho mayor en nuestro fútbol. Esta misma semana se conoció de la multimillonaria sanción que deberá pagar la Dimayor por las maniobras para negociar los derechos de televisión del fútbol colombiano, que no se diferencian demasiado de cómo operaban en la Conmebol. No estamos acusando a nadie, por supuesto, de eso habrán que encargarse las autoridades —y celebramos las investigaciones que adelanta la Fiscalía sobre los bienes de Bedoya—, pero este caso amerita algo más que un simple compromiso por jugar más limpio.
El fútbol es un deporte esencial. Su rol como creador de identidades ayuda a las comunidades a encontrarse en propósitos comunes como sucedió con nuestra selección en el Mundial de Brasil. Además, para muchos colombianos, la existencia de una liga profesional es una gran opción para salir de la pobreza. Con justas razones, el fútbol despierta pasiones. Por eso es mezquino que los directivos se aprovechen de ellas. Por demasiados años el fútbol ha estado ligado a la ilegalidad.
¿Será mucho pedir una reforma estructural que traiga transparencia a todos los negocios que rodean el deporte? Intuimos que apenas estamos ante la punta del iceberg del escándalo de corrupción de la FIFA. Y no podemos permitir que la pasión del deporte siga ocultando sus realidades oscuras.
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